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DE CEBREROS A LA MONCLOA. BREVE BIOGRAFÍA DE ADOLFO SUÁREZ GONZÁLEZ, por XAVIER VALDERAS
Contenido del libro en formato Blog dentro de este mismo blog:
Tenía yo 17 años cuando conocí directamente a Adolfo Suárez. Era uno más de entre los cientos de personas que le esperaban en Gerona, en la entrada del céntrico Hotel Ultonia, donde el presidente del gobierno español iba a dar un mitin en apoyo de la candidatura de Centristes de Catalunya-UCD en las primeras elecciones al Parlamento Catalán, después de recuperada la Generalitat que estuvo presidida provisionalmente por Josep Tarradellas que regresó del exilio. En ese mitin también participarían Josep Coderch, entonces cabeza del partido en la provincia y uno de los conocidos fontaneros de Adolfo Suárez en el Palacio de la Moncloa. Yo fui uno de los afortunados entre la gente del pueblo, al que el presidente estrechó la mano a modo de saludo.
Lo que yo ignoraba en aquellos momentos era que su padre Hipólito se le estaba muriendo, y que a pesar de ello, el presidente apoyaba la campaña electoral de su partido en esas primeras elecciones autonómicas catalanas. Dicha la anécdota, paso a escribir una breve biografía, con la que me he apoyado con consultas a internet ( bendito invento del internet, que te proporciona todo tipo de información). Sé que no voy a poder incluir a todos los protagonistas en esta biografía algo novelada sobre Adolfo Suárez, que se escribe con una mezcla de ficción, datos históricos, y los abundantes conocimientos particulares que tengo sobre el personaje. Sé que me voy a dejar muchas cosas en el tintero, pero el caso es que tampoco pretendo escribir un libro largo. Empiezo:
PRÓLOGO: EL LEGADO SILENCIOSO DE UN SOÑADOR
La tarde declinaba suavemente sobre Madrid, tiñendo los tejados de un ocre melancólico. Los últimos rayos de sol se colaban por las cortinas entreabiertas de una habitación modesta, iluminando el polvo suspendido en el aire como partículas de tiempo. Adolfo Suárez González, el hombre que una vez fue presidente del Gobierno de España, yacía en su sillón predilecto, un viejo mueble que parecía haber absorbido el peso de innumerables decisiones y el eco de silencios profundos. Sus ojos, antaño tan vivaces y penetrantes, ahora se perdían en la distancia, como si intentaran asir recuerdos que ya no acudían a su mente. A veces, una sonrisa sin motivo aparente iluminaba su rostro; otras, un ceño fruncido revelaba una lucha interna contra el olvido, una batalla silenciosa contra el implacable avance del Alzheimer.
Su hijo Adolfo, con la devoción filial que solo el amor más puro puede inspirar, le tomó la mano. La piel era cálida, pero no había respuesta. La enfermedad, ese ladrón sigiloso, había despojado al estadista de su memoria, pero no podía borrar la resonancia de sus logros. Estaba claro de que Adolfo hijo había aprendido que la vida misma es una enfermedad, pero a su padre le tocó una de las terribles: el Alzheimer. Porque, aunque Adolfo Suárez ya no recordaba quién era, su legado permanecía intacto, grabado en cada rincón de un país que él mismo contribuyó a edificar, y por esto casi todos los españoles sentían un especial respeto por Adolfo Suárez.
En esos momentos de fugaz lucidez, cuando los recuerdos regresaban como destellos de luz en la penumbra, Suárez hablaba de Cebreros, su pueblo natal, de los días en que corría tras un balón de fútbol bajo el sol de Ávila, con la inocencia y la energía de la juventud, de sus primeros y fugaces pinitos en el cine, participando como uno más de los miles de extras en el rodaje de la famosa película "Orgullo y pasión" que trataba de transportar un enorme cañón superando todo tipo de obstáculos para poder hacer posible la reconquista de Ávila arrebatada por los invasores napoleónicos.
También evocaba a Amparo, su amada esposa, cuya risa aún resonaba en algún recodo de su mente, un eco de un amor que el tiempo y la enfermedad no pudieron extinguir. Sin embargo, nunca mencionaba los Pactos de la Moncloa ni la Constitución de 1978. No porque carecieran de importancia, sino porque para él, todo había germinado mucho antes, en los campos de Castilla, donde un niño soñaba con transformar el mundo, con una visión que trascendía los grandes titulares y se anclaba en la esencia de la tierra.
Este contraste entre la pérdida de la memoria personal y la permanencia de su impacto histórico es profundamente conmovedor. El artífice de la democracia española, el hombre que sentó las bases de una nueva era de libertades, no podía ya evocar los hitos que definieron su presidencia. Esta disonancia subraya el profundo costo personal de su misión histórica, revelando que su contribución trasciende su propia conciencia, arraigándose en la memoria colectiva de una nación.
Su figura encarna el arquetipo del hombre común que, impulsado por circunstancias extraordinarias, asume un papel indispensable. No fue un líder predestinado por su cuna o su posición, sino un individuo que, desde la sencillez de sus orígenes, se convirtió en el pivote de un cambio trascendental, demostrando que la transformación profunda puede surgir de fuentes inesperadas.
Adolfo Suárez no había nacido con el destino de ser un héroe. Era un hombre sencillo, de provincias, dotado de una fe inquebrantable y un corazón reservado. No obstante, cuando la historia llamó a su puerta, respondió con una valentía que pocos anticipaban. Fue capaz de desmantelar un régimen desde sus cimientos, de tender puentes entre extremos que parecían irreconciliables y de transformar una España fragmentada en una democracia moderna. Y lo hizo sin perder su humanidad, sin olvidar que detrás de cada decisión política latían vidas que necesitaban sanar, heridas que precisaban cicatrizar.
Aquella tarde de septiembre, mientras el reloj marcaba inexorablemente el paso del tiempo, Adolfo Suárez permanecía allí, en silencio pero presente. Quizás no recordaba los pormenores de su vida pública, pero algo en su ser sabía que había cumplido su misión. Al fin y al cabo, siempre fue más que un político: un hombre que creyó en los sueños, incluso cuando nadie más lo hacía, un visionario que, con discreción y firmeza, labró el camino hacia la libertad.
Los que le recuerdan, como servidor que busca escribir su breve biografía novelada, sabemos que era un hombre culto, con unas maneras de hablar demasiado educadas, pero lo que me intriga es que como ocurre con otros políticos, Adolfo Suárez nunca llegó a escribir ningún libro que se le conociera. También lo intrigante es : ese hombre tan culto, tan educado, ¿qué libros pudo haber leído y que le hayan influido en la forja de su personalidad?.
CAPÍTULO 1: LAS RAÍCES DE CEBREROS: FORJANDO EL CARÁCTER
Cebreros, un pequeño pueblo enclavado en el corazón de la provincia de Ávila, era el tipo de lugar donde el tiempo parecía transcurrir a un ritmo diferente, donde las vidas se entrelazaban en una red de familiaridad y apoyo mutuo. Un lugar donde se hablan de monjas y de santas, como Teresa de Ávila, y de los buñuelos que con arte culinario elaboran en sus conventos. En este entorno rural y apacible, en 1932, nació Adolfo Francisco Suárez González, el segundo de ocho hermanos. Su hogar, aunque modesto, estaba impregnado de los valores de la España profunda, de la cultura del esfuerzo y la fe inquebrantable.
Su padre, Hipólito Suárez Guerra, padre de Adolfo Suárez, fue procurador de los tribunales. Nació en La Coruña en julio de 1907 y falleció en Madrid el 21 de marzo de 1980. Fue un procurador gallego que sufrió represalias por su militancia republicana. Aprobó los exámenes de procurador en 1935 y fue destinado a la plaza de secretario del juzgado de Cebreros (Ávila), donde se casó en 1936. Durante la Guerra Civil española, fue represaliado por sus simpatías republicanas. A pesar de las dificultades, continuó ejerciendo como procurador en los tribunales de Ávila durante la mayor parte de su vida. Fue encarcelado por los franquistas, pero logró salvarse de ser fusilado gracias a la intervención de la familia del general Martínez Anido. Después de la guerra, sus bienes fueron embargados de acuerdo con la ley de responsabilidades políticas, pero finalmente le fueron devueltos y pudo seguir ejerciendo su profesión. Era una figura de autoridad y rectitud que inculcó en sus hijos la importancia del trabajo duro, la disciplina y la responsabilidad.
De él, Adolfo aprendió valiosas lecciones de integridad, resiliencia, compromiso con la justicia, habilidades de comunicación, empatía, la importancia de la educación y la adaptabilidad.. Su madre, Herminia González Ramos, una mujer profundamente religiosa y de carácter afable, ejerció una influencia decisiva en la formación moral y espiritual de Adolfo. Para ella, la fe no era solo una creencia, sino una guía para enfrentar los desafíos de la vida, una brújula que orientaba cada paso y cada decisión. La empatía, la humildad y la compasión fueron lecciones que Adolfo absorbió de su madre, valores que más tarde se reflejarían en su forma de hacer política.
Desde muy joven, Adolfo destacó por su carisma natural y su innata capacidad para conectar con las personas. En el colegio, no tardó en convertirse en el líder natural de sus compañeros, siempre dispuesto a organizar juegos, a mediar en disputas o a defender a los más vulnerables. Su energía desbordante y su espíritu competitivo se manifestaban con especial intensidad en el campo de fútbol, un deporte que amaba con pasión. Corría tras el balón con la misma determinación que años después aplicaría a la política, convencido de que el trabajo en equipo, la estrategia y la perseverancia eran claves para alcanzar el éxito, tanto en el juego como en la vida.
Además, el joven Adolfo Suárez, influenciado por el enfoque del Opus Dei, adoptó la idea de transmitir valores espirituales y formativos de jóvenes a jóvenes. Este concepto se centraba en la promoción de la fe y la espiritualidad entre los jóvenes, animándolos a vivir su vida diaria con un sentido cristiano. Los ejercicios espirituales, promovidos por el Opus Dei, incluían oración, meditación y reflexión personal, y eran una parte clave de la formación espiritual. Suárez, en su vida y carrera, reflejó estos principios al buscar integrar la espiritualidad en las actividades cotidianas y promover una vida de fe y servicio.
Pero Cebreros no era Hollywood, y nadie habría imaginado que un día un joven de este pueblo sería protagonista de una historia de alcance internacional. Sin embargo, el destino, caprichoso, tejió un hilo inesperado en su juventud. En 1957, el rodaje de "Orgullo y Pasión", una superproducción dirigida por Stanley Kramer y protagonizada por las estrellas internacionales de cine Frank Sinatra, Cary Grant y Sophia Loren, llegó a España. Adolfo, entonces un estudiante universitario con un porte elegante y una sorprendente habilidad para hablar inglés, consiguió un papel como figurante. Aunque su participación fue breve, apenas unos segundos en pantalla, aquella experiencia dejó una huella imborrable en él.
Trabajaba de auxiliar administrativo en la sede del gobierno civil de Ávila, pero a los extras se les pagaba razonablemente bien por participar en la película, y el joven Adolfo no desaprovechó la ocasión. Por primera vez, vislumbró el poder de las historias épicas, la capacidad del cine para inspirar y conmover a las masas. Tal vez, en algún rincón de su mente, comenzó a imaginar que también él podría escribir una gran historia algún día, una que trascendiera la pantalla y se grabara en la memoria de una nación.
Si queréis ver la película en la que Adolfo Suárez participó como extra ( aunque no sale), cliclea encima del siguiente cartel anunciante de la misma:
Adolfo Suárez jugó al fútbol de joven en el Deportivo de La Coruña (1949-50) junto a Luis Suárez, futuro Balón de Oro, como defensa bajo el entrenador Alejandro Scopelli. También participó en el Dinamita del colegio San Juan de la Cruz en Ávila y, posiblemente, en la Cebrereña de Cebreros, aunque no hay registros oficiales ni nombres específicos de compañeros en estos equipos.
A pesar de su ambición y de las nuevas experiencias que la vida le ofrecía, Adolfo nunca perdió de vista sus raíces. Durante sus años universitarios en Salamanca, donde estudió Derecho. Posteriormente, obtuvo un doctorado en Derecho en la Universidad Complutense de Madrid. Sin embargo, que no destacó como estudiante brillante, ya que él mismo reconoció que sus intereses juveniles estaban más enfocados en actividades como el deporte, las fiestas y los juegos de cartas que en los estudios. Su afición a jugar al mus, le valdría aquel famoso apodo de "Tahur del Mississipi", que le dío Alfonso Guerra, uno de los líderes socialistas.
Mientras estudiaba seguía visitando Cebreros con frecuencia. Allí, en el ambiente familiar, compartió largas conversaciones con su padre sobre política y justicia, debatiendo sobre el futuro de España y los principios que debían regir una sociedad justa. De su madre, siguió aprendiendo la importancia de la empatía y la humildad, cualidades que le serían indispensables en su futura carrera. Estos valores, junto con su inteligencia innata y su carisma, lo prepararon para enfrentar los desafíos que pronto vendrían, para navegar las complejas aguas de la política española.
Cuando terminó sus estudios, Adolfo decidió ingresar en la administración pública, siguiendo los pasos de su mentor, Fernando Herrero Tejedor, una figura clave en su desarrollo profesional, que además era el gobernador civil de Ávila. Sabía que el camino no sería fácil, que implicaría sacrificios y decisiones difíciles, pero estaba decidido a dejar su marca, a contribuir al futuro de su país.
Y aunque todavía no lo sabía, aquel joven de provincias, con sus sueños forjados en la sencillez de Cebreros y su espíritu moldeado por el fútbol y la familia, estaba destinado a convertirse en el hombre que cambiaría el rumbo de una nación, el arquitecto de una nueva España. Luego devolvería el favor a Fernando Herrero Tejedor dándole un trabajo administrativo en el Palacio de la Moncloa a una de sus hijas, cuando ya era presidente del gobierno.
CAPÍTULO 2: PRIMEROS PASOS EN LA BUROCRACIA FRANQUISTA: EL APRENDIZ DE LA REFORMA
La España de los años 50 y 60 era un país que, aunque intentaba sacudirse las cenizas de la Guerra Civil, seguía inmerso en las sombras de una dictadura que se resistía a desaparecer. El régimen franquista, consolidado tras décadas de férreo control, comenzaba a mostrar signos de un desgaste inevitable.
El aislamiento internacional, que había pesado como una losa sobre la economía y la cultura, se mitigaba lentamente, pero las crecientes tensiones sociales y la imperiosa necesidad de modernizar una economía anclada en el pasado planteaban nuevos desafíos que el sistema no podía ignorar. Fue en este contexto de cambio incipiente, de grietas apenas visibles en la fachada de la autarquía, donde Adolfo Suárez, con una mezcla de astucia y visión, dio sus primeros pasos en la política.
Tras graduarse en Derecho por la prestigiosa Universidad de Salamanca, Suárez regresó a Madrid. No era un idealista ingenuo, sino un joven pragmático con una ambición contenida, consciente de que, para abrirse camino y aspirar a cualquier tipo de influencia, debía moverse dentro de las estructuras del régimen. En aquella época, la única vía para acceder a puestos de relevancia, para estar cerca del centro de decisión, era a través de la administración franquista.
Suárez no dudó en aprovechar esa oportunidad, no por una adhesión ideológica inquebrantable al régimen, sino por la convicción, cada vez más arraigada, de que el cambio, si había de ser pacífico y efectivo, solo podía gestarse desde dentro, como un virus benigno que transformara el sistema sin destruirlo violentamente. Esta postura, que algunos tildarían de oportunismo, era en realidad una estrategia política astuta, la "paradoja del reformista desde dentro", que le permitiría operar en un espacio de ambigüedad que pocos podían mantener.
Su primer gran impulso llegó de la mano de Fernando Herrero Tejedor, una figura clave en el Movimiento Nacional, un político astuto y visionario que pronto se convertiría en su mentor y protector. Herrero Tejedor, con su aguda percepción, detectó en Suárez una combinación especial de inteligencia, carisma, y una habilidad innata para navegar entre intereses opuestos, para conciliar posturas que parecían irreconciliables. Bajo su tutela, Adolfo ingresó en el Movimiento Nacional, la única organización política permitida bajo el franquismo, y comenzó a escalar posiciones, aprendiendo los entresijos del poder y las complejidades de la burocracia. Aunque algunos lo veían como un simple burócrata leal al régimen, Suárez tenía otros planes, una visión más allá de la obediencia ciega.
En 1968, su carrera dio un salto significativo al ser nombrado gobernador civil de Segovia, uno de los cargos provinciales más importantes y con mayor contacto directo con la ciudadanía. Allí, Adolfo Suárez demostró por primera vez su capacidad para conectar con la gente común, para escuchar sus problemas y ofrecer soluciones tangibles. Su estilo cercano y accesible contrastaba drásticamente con la rigidez y la distancia habitual de los funcionarios franquistas.
No era raro verlo recorriendo los pueblos de la provincia, hablando con los campesinos en sus campos, escuchando sus preocupaciones sobre la sequía o la falta de infraestructuras. Se sentaba en las tabernas, compartiendo una copa de vino con los vecinos, discutiendo sobre las cosechas o las necesidades locales. También participaba en las fiestas populares, llegando a lidiar alguna vaquilla o a danzando el baile tradicional del lugar. Este enfoque humanizó su figura, le ganó la confianza y el afecto de muchos, incluso entre quienes desconfiaban profundamente del régimen que representaba.
Sin embargo, su verdadero salto a la escena nacional, el que lo pondría en el radar de los círculos de poder más influyentes, ocurrió en 1969, cuando fue nombrado director general de Radiodifusión y Televisión Española (RTVE). En aquel entonces, los medios de comunicación, y la televisión en particular, eran una herramienta clave del régimen para controlar la opinión pública, para moldear el pensamiento de la sociedad. Pero Suárez, siempre perspicaz y con una visión estratégica, supo utilizar ese poder para sembrar pequeñas semillas de cambio, para abrir ventanas a nuevas ideas y formas de pensar. Introdujo programas culturales y de entretenimiento que, aunque aparentemente inocuos, ofrecían una visión más amplia del mundo.
Promovió la contratación de jóvenes profesionales innovadores, lo que contribuyó a modernizar la televisión española, a dotarla de un aire más fresco y dinámico, preparando sutilmente el terreno para una mayor apertura. Su gestión en RTVE fue un ejemplo de la importancia estratégica del control de los medios en un contexto de cambio político, demostrando una comprensión avanzada del poder de la "narrativa nacional". Y precisamente en su condición de director general de RTVE, conoció a Julio Iglesias, un nuevo cantante que apuntaba maneras y que representaría a España en el Festival de la canción de Eurovisión, y al que enseñó los estudios de Prado del Rey, sede de la televisión nacional.
Durante su gestión al frente de RTVE, Suárez se enfrentó a numerosos desafíos. Los sectores más conservadores del régimen lo acusaron de ser demasiado permisivo, de abrir la mano a contenidos que consideraban subversivos. Al mismo tiempo, los críticos de Franco lo veían como un oportunista, alguien que se movía con demasiada comodidad dentro de las estructuras de la dictadura. No obstante, él mantuvo un equilibrio precario, evitando confrontaciones directas pero dejando claro, con gestos y decisiones sutiles, que estaba dispuesto a adaptarse a los tiempos cambiantes. Esta habilidad para moverse en terrenos pantanosos, para sortear obstáculos sin perder el rumbo, sería una constante en su carrera política. Cabe destacar que el actor Sancho Gracia, conocido por su papel en Curro Jiménez, mantuvo una estrecha amistad con Adolfo Suárez. Esta relación se forjó en los años 70, cuando Suárez era director general de RTVE y Gracia trabajaba en series como Los camioneros y Curro Jiménez.
La amistad fue tan cercana que Suárez fue padrino de boda de Gracia con Noela Aguirre en 1969 y padrino de bautizo de su hijo, Rodolfo Sancho, en 1975. Además, Gracia apoyó públicamente a Suárez en las elecciones de 1977, pidiendo el voto para la UCD, en unos momentos que todo el país miraba la serie del bandolero Curro Jiménez. Igual famosos como Paco Valladares, Juan Luis Galiardo, Bárbara Rey, Jenny Llada, o Maria Salerno, entre muchos otros, pedirían el voto para Adolfo Suárez.
Fue también en esta etapa cuando Suárez comenzó a forjar relaciones clave que marcarían su futuro político. Conoció a figuras influyentes dentro del régimen, como Manuel Fraga Iribarne, entonces ministro de Información y Turismo, quien lo admiraba por su capacidad para gestionar crisis sin perder la calma, por su temple en situaciones difíciles. Fraga, un peso pesado del franquismo, vio en Suárez a un hombre con futuro. Al mismo tiempo, Suárez estableció contactos discretos con opositores moderados al franquismo, quienes, a pesar de sus diferencias ideológicas, veían en él un posible aliado para el futuro, un puente hacia una España diferente.
La muerte de Francisco Franco Bahamonde en noviembre de 1975 sumió a España en un limbo político. El país estaba dividido, como siempre, entre quienes anhelaban mantener intactas las estructuras del régimen, el llamado "búnker", y quienes clamaban por una rápida transición hacia la democracia. En este contexto de incertidumbre y tensión, Carlos Arias Navarro presidió una fase de profunda crisis económica y un inequívoco tambaleo de la dictadura, lo que, paradójicamente, alentó los movimientos unitarios en la izquierda. El Rey Juan Carlos I, consciente de la urgencia y buscando acelerar el proceso de reforma y dirigirlo según las directrices de su "gran consejero", Torcuato Fernández-Miranda, procedió a sustituir a Arias Navarro por Adolfo Suárez en junio de 1976.
Fernández-Miranda, un profesor falangista de derecho constitucional y tutor del Príncipe, fue una figura esencial en la preparación de la transición, y el nombramiento de Suárez fue un resultado directo de su influencia y de la percepción del Rey de que Arias Navarro era incapaz de liderar las reformas necesarias. La visión de Fernández-Miranda, aunque cautelosa, fue instrumental en la naturaleza pacífica de los primeros pasos de la transición, buscando una evolución "de la ley a la ley", es decir, reformar el sistema desde dentro de su propia legalidad.
Otros personajes que se movían en la órbita del poder franquista y que más tarde tendrían relevancia en la Transición comenzaron a interactuar con Suárez. Rodolfo Martín Villa, quien, como ministro del Interior, mantendría importantes interacciones con Suárez, aunque en 1980 llegaría a considerar al presidente un "obstáculo" para ciertas políticas, reflejando las tensiones internas que surgirían en el futuro.
Pío Cabanillas, estrechamente vinculado a Suárez, sería fundamental en la formación de la Unión de Centro Democrático (UCD) y en la captación de apoyos centristas, un hombre de confianza en la construcción del nuevo partido. Manuel Clavero Arévalo, por su parte, se involucraría en el proceso autonómico, defendiendo la igualdad absoluta de todas las comunidades, un principio que generaría debates y fricciones en el seno del gobierno de Suárez.
Félix Álvarez-Arenas Pacheco, Ministro del Ejército bajo Arias Navarro y Suárez, representaría la continuidad militar en los primeros compases del cambio, una figura que Suárez debía manejar con delicadeza para asegurar la lealtad de las Fuerzas Armadas. Incluso Francisco Franco Iribarnegaray, Ministro del Aire bajo Arias Navarro, y el Almirante Pita da Veiga, Ministro de Marina, serían testigos y protagonistas de las primeras decisiones audaces de Suárez, llegando a dimitir en desacuerdo con la legalización del Partido Comunista, un claro indicio de la resistencia que Suárez enfrentaría.
Cuando Fernando Herrero Tejedor murió trágicamente en un accidente de helicóptero en 1972, Suárez sintió profundamente la pérdida. No solo perdía a un mentor, a un guía en el complejo laberinto político, sino también a alguien que creía firmemente en su potencial, en su capacidad para liderar. Sin embargo, esta tragedia, lejos de desanimarlo, reforzó su determinación. Sabía que debía continuar el legado de Herrero Tejedor, impulsando las reformas necesarias para transformar España, para llevarla hacia un futuro de libertad y prosperidad.
Para entonces, Adolfo Suárez ya no era un desconocido. Había pasado de ser un joven provinciano con grandes aspiraciones a convertirse en una figura emergente dentro del régimen, un hombre con una red de contactos y una reputación de eficacia. Pero aún no era consciente de hasta dónde lo llevaría su camino, de la magnitud de la misión que el destino le tenía reservada. Lo que sí sabía era que, si quería cambiar el rumbo del país, tendría que jugar sus cartas con cuidado, con inteligencia y audacia, esperando el momento adecuado para actuar, para desatar la fuerza transformadora que llevaba dentro. La Transición española, a menudo vista como la obra de un solo hombre, fue en realidad un esfuerzo colectivo, una compleja orquestación de voluntades. La capacidad de Suárez no solo residió en sus propias acciones, sino en su habilidad para unir y dirigir a figuras dispares, algunas provenientes del antiguo régimen, otras reformistas, hacia un objetivo común de cambio democrático. Este proceso no fue lineal, sino el resultado de negociaciones constantes y la gestión de múltiples intereses, con Suárez como el director de orquesta de esta compleja sinfonía política.
CAPÍTULO 3: EL HOMBRE ÍNTIMO: PASIONES, FAMILIA Y REFUGIOS PERSONALES
Adolfo Suárez era un hombre de contrastes, un enigma envuelto en la aparente sencillez de su origen. Mientras su vida pública se tejía con decisiones trascendentales que definían el destino de una nación, en su esfera privada encontraba un santuario, un refugio donde el peso de la historia se aliviaba y el hombre, más allá del estadista, podía respirar. Estas costumbres, aparentemente insignificantes, eran mucho más que meros pasatiempos; eran reflejos de su personalidad, anclas que lo mantenían conectado con sus raíces y con su propia humanidad en la vorágine de la Transición.
Uno de sus mayores amores, después de su familia, era el fútbol. Desde niño, en los polvorientos campos de Cebreros, había soñado con ser jugador profesional, con la gloria de un gol decisivo. Aunque el destino lo llevó por otros derroteros, nunca dejó de disfrutar del deporte rey. En Madrid, lejos de los focos y los despachos oficiales, solía organizar partidos informales con amigos y colegas en campos improvisados o pequeñas canchas cercanas a su casa. Para él, el fútbol no era solo un juego de estrategia y habilidad; era una forma vital de desconectar de las tensiones políticas, de la asfixiante presión de gobernar un país en ebullición. Era un recordatorio constante de que, a pesar de su posición, seguía siendo un hombre como cualquier otro, con la misma pasión por la competición y la camaradería.
Durante esos partidos, Suárez mostraba un carácter competitivo que sorprendía a quienes lo veían como un político moderado y conciliador. No le gustaba perder, y luchaba hasta el último minuto con la misma determinación y astucia que ponía en las negociaciones políticas más complejas. Sus compañeros solían bromear diciendo que, si hubiera elegido una carrera diferente, habría sido un excelente entrenador o estratega deportivo, capaz de leer el juego y anticipar los movimientos del adversario. Pero más allá de la victoria, lo que realmente valoraba era la camaradería, el espíritu de equipo. Aquellos momentos de risas, sudor y esfuerzo compartido le permitían reforzar vínculos con personas que, fuera del campo, podían convertirse en aliados importantes, en confidentes en un mundo donde la confianza era un bien escaso. Fue en uno de esos veraneos de juventud, en Peñíscola, donde el joven Adolfo, entonces un estudiante de formación de mandos políticos, conoció a un adolescente que también estaba destinado a la fama: Julio Iglesias. Compartieron balones en la arena de la playa, risas y sueños, forjando una amistad que perduraría a lo largo de los años. Julio Iglesias, ya convertido en una estrella mundial, recordaría con cariño a Suárez, destacando su generosidad y su amor incondicional por la política, una pasión que trascendía lo meramente profesional. Julio Iglesias llegaría a decir: “Conocí a Adolfo en Peñíscola, cuando yo tenía 16 años. Posteriormente, he sido muy amigo de toda la familia, que ha sufrido mucho.”
Otro de sus grandes placeres, un ritual casi sagrado, era la cocina, especialmente la preparación de tortillas de patatas. La tortilla no era solo un plato para él; era un símbolo de identidad, una conexión tangible con la España profunda, con esas familias humildes que compartían una comida sencilla pero nutritiva alrededor de una mesa, donde las conversaciones fluían sin artificios. Cuando el tiempo se lo permitía, se encargaba personalmente de hacerla, cortando las patatas con una precisión casi quirúrgica y batiendo los huevos con un cuidado casi ritual. Decía que la clave estaba en el punto exacto de cocción: ni demasiado crujiente ni demasiado blanda, un equilibrio perfecto que solo la experiencia y la intuición podían lograr. Sus hijos recuerdan cómo, durante las cenas familiares, Adolfo siempre insistía en cocinar la tortilla él mismo, asegurándose de que todos probaran "su receta especial", un bocado de autenticidad en medio de la vida pública.
La tortilla también era un pretexto, una excusa perfecta para reunir a la gente. En numerosas ocasiones, invitaba a colegas, periodistas e incluso a adversarios políticos a su casa para compartir una comida informal. Mientras comían, charlaban sobre temas variados, desde la política más candente hasta los resultados deportivos, creando un ambiente relajado que facilitaba las conversaciones difíciles, despojadas de la rigidez de los despachos oficiales. Esta habilidad para combinar lo formal con lo informal, para humanizar las relaciones políticas a través de la sencillez, era una de sus mayores fortalezas. Muchas negociaciones importantes, muchos acuerdos cruciales, comenzaron en torno a una mesa, con el aroma de la tortilla flotando en el aire, disipando tensiones y abriendo caminos. Aparte era hombre de comer poco y fumar mucho.
Su esposa Amparo Illana, quien expresaba preocupación porque Suárez apenas comía, mencionó específicamente que su dieta habitual incluía una tortilla francesa bien pasada y un vaso de leche para la comida, junto con un café con leche para el desayuno.
El tenis era otra de sus grandes aficiones, una disciplina que practicaba regularmente, tanto por salud física como por estrategia mental. Y con quienes jugaba en la pista de tenis del Palacio de La Moncloa estaba nada más ni nada menos que Manolo Santana, el campeón de tenis. Durante los partidos, aprovechaba para reflexionar sobre los desafíos que enfrentaba, para ordenar sus ideas y encontrar soluciones a problemas aparentemente insolubles. El tenis, con su dinámica de tensión y calma, de golpes precisos y movimientos calculados, le enseñó a mantener la compostura bajo presión, una cualidad indispensable en su carrera política. Además, era una actividad que le permitía alejarse temporalmente del bullicio de la capital, del asedio mediático, y reconectar con la naturaleza, con la quietud que tanto anhelaba. Solía decir que, cuando jugaba, podía pensar con una claridad meridiana, como si el ritmo del juego despejara su mente.
Estas costumbres sencillas también eran una forma de proteger su intimidad, de preservar un espacio personal en una vida cada vez más expuesta. A medida que su fama crecía y su figura se convertía en un icono, la vida pública se volvía cada vez más exigente. Las reuniones interminables, las entrevistas constantes, los compromisos oficiales ocupaban gran parte de su tiempo. Pero siempre encontraba momentos para dedicarse a sus pasiones personales. Eran pequeños oasis en medio del desierto, espacios donde podía ser simplemente Adolfo, sin títulos ni responsabilidades, un hombre común con gustos sencillos.
Sin embargo, estas rutinas no estaban exentas de significado político. Su gusto por la tortilla y el tenis, actividades asociadas con la clase media y trabajadora, le ayudaban a proyectar una imagen accesible y cercana. En un país dividido entre nostalgias franquistas y aspiraciones democráticas, Suárez comprendió que la autenticidad era crucial para ganarse la confianza de la gente. No pretendía ser alguien superior, un líder inalcanzable; era uno más, un hombre que sabía lo que significaba luchar por un futuro mejor, que entendía las preocupaciones cotidianas de los españoles.
Suárez, en su papel de presidente, no solo se relacionaba con políticos y militares. Su figura, en el centro de la atención mediática, lo llevó a interactuar con personalidades de diversos ámbitos. En 1980, la célebre actriz y fotógrafa italiana Gina Lollobrigida, conocida por su belleza y talento, lo retrató en medio del ajetreo de una campaña electoral. La imagen, publicada en El País, capturó la esencia de un Suárez en plena acción, un hombre que, a pesar de la presión, mantenía una presencia magnética. Este encuentro, aunque breve, ilustra cómo su figura trascendía el ámbito puramente político, atrayendo la atención de figuras internacionales. Gina Lollobrigida fue invitada por Adolfo Suárez en el Palacio de la Moncloa, donde el presidente le mostro las estancias a la famosa actriz, y de paso le concedió una entrevista con ciertos toques de intimidad. La entrevista y la visita al Palacio de La Moncloa fue publicada por la revista Interviú, que en aquellos momentos era la de mayor tirada.
En 1978, en un encuentro oficial en Madrid, Adolfo Suárez fue fotografiado junto a Enrique Tierno Galván, el entonces alcalde de Madrid, y la actriz Susana Estrada. La presencia de Estrada, una figura controvertida y símbolo de la desinhibición de la época, en un acto con el presidente del Gobierno, reflejaba la apertura social que se vivía en España. Suárez, con su habitual pragmatismo, entendía que la nueva democracia debía abrazar la diversidad y la libertad en todas sus expresiones, incluso aquellas que podían resultar chocantes para los sectores más conservadores. Porque el caso es que se le desabrochó el vestido a Susana Estrada, quedando a la vista su generosa teta, cuando hasta el momento aquello era algo prohibido y escandaloso, pues se consideraba pecaminoso mostrar las partes íntimas del cuerpo femenino, cosa que muy pronto quedaría superado, cuando ya empezaron a llenarse las playas de mujeres en top less, y todo tipo de revistas con desnudos femeninos, que hasta el momento el reprimido macho ibérico no había podido disfrutar.
Pero más allá de los encuentros públicos, Adolfo Suárez cultivó relaciones personales profundas y significativas. Juan de Dios Ramírez Heredia, un diputado gitano, recordaría años después la "bonita y entrañable" relación personal que mantuvo con el presidente, llena de anécdotas que no se encuentran en los libros. Ramírez Heredia, un hombre que representaba a una comunidad históricamente marginada, encontró en Suárez a un interlocutor respetuoso y empático. En una ocasión, tras una votación difícil, Suárez recibió una noticia personal que lo afectó profundamente. Ramírez Heredia, al ver su rostro, se acercó. Suárez, con una sinceridad que lo caracterizaba, le confió su pesar y le dijo que, en ese tema, le hubiera gustado votar lo mismo que él. Este tipo de gestos, de cercanía y humanidad, eran los que forjaban lealtades y demostraban la verdadera esencia de Suárez: un hombre que, a pesar de las diferencias ideológicas, veía a las personas, no solo a los políticos.
En retrospectiva, estas aficiones y encuentros revelan mucho sobre quién era Adolfo Suárez. Detrás del político astuto y visionario, del estratega que desmanteló una dictadura, había un ser humano profundamente arraigado en su tierra y en sus tradiciones. Era un hombre que encontraba belleza en lo sencillo y que utilizaba sus pasiones como refugio frente a las tormentas de la vida pública. Él mismo lo expresaría años después: "Los políticos son hombres como los demás. En el fondo, las cualidades que verdaderamente cuentan son las humanas. Un político no puede ser un hombre frío. Su primera obligación es no convertirse en un autómata. Tiene que recordar que cada una de sus decisiones afecta a seres humanos. A unos beneficia y a otros perjudica. Y debe recordar siempre a los perjudicados... Gracias a Dios, yo no lo he olvidado nunca." Esta convicción, esta profunda empatía, era el motor que lo impulsaba.
Y aunque el peso de la historia pronto lo llevaría a tomar decisiones que cambiarían el curso de España para siempre, nunca olvidó que, en última instancia, era el hijo de Cebreros, un hombre que soñaba con un país libre mientras cocinaba una tortilla, un visionario que, con su humanidad como bandera, construyó los cimientos de una democracia. Su vida íntima, sus pasiones y sus valores, fueron el combustible silencioso que alimentó su inquebrantable compromiso con España.
CAPÍTULO 4: EL ASCENSO IMPARABLE: EL PRESIDENTE INESPERADO
El nombramiento de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno en julio de 1976 fue, para la mayoría de los españoles, una sorpresa mayúscula, un giro inesperado en el guion de la historia. Nadie, o casi nadie, esperaba que un hombre relativamente desconocido, sin grandes conexiones con las élites tradicionales ni una trayectoria política destacada fuera elegido para liderar España en uno de los momentos más críticos de su historia reciente. La incredulidad se extendía por los corrillos políticos y las tertulias de café. Sin embargo, detrás de esta decisión, aparentemente arriesgada, había una lógica implacable, una estrategia cuidadosamente orquestada: el Rey Juan Carlos I y sus asesores más cercanos buscaban a alguien capaz de desmantelar el franquismo desde dentro, de operar una reforma profunda sin provocar una ruptura violenta que pudiera sumir al país en el caos. Y Adolfo Suárez, con su carisma innato, su pragmatismo a prueba de fuego y una habilidad casi sobrenatural para navegar entre intereses opuestos, parecía ser la persona perfecta para esa misión, el hombre idóneo para la travesía.
La muerte de Francisco Franco en noviembre de 1975 había dejado a España en un limbo político, un vacío de poder que se sentía en cada rincón del país. La sociedad estaba dividida, como siempre, entre quienes anhelaban mantener intactas las estructuras del régimen, el llamado "búnker" inmovilista, y quienes clamaban por una rápida y radical transición hacia la democracia.
El ambiente era tenso, cargado de incertidumbre, y cualquier paso en falso podía desencadenar una crisis irreparable, una vuelta a los fantasmas del pasado. En este contexto de fragilidad, el Rey Juan Carlos I asumió un papel clave, no solo como garante de la estabilidad, sino como el motor principal del cambio. Pero necesitaba un ejecutor, un arquitecto que pudiera implementar reformas profundas sin alienar por completo a los sectores más conservadores, especialmente a los militares.
Cuando el Rey, aconsejado por Torcuato Fernández-Miranda, su "gran consejero" y antiguo tutor, eligió a Suárez, muchos se preguntaron si no era demasiado arriesgado apostar por un hombre que apenas contaba con experiencia en cargos de alta relevancia. Aunque había sido gobernador civil de Segovia y director general de RTVE, estos puestos no lo habían convertido en una figura nacional de primer orden. Además, carecía de vínculos directos con los círculos más poderosos y tradicionales del franquismo. Sin embargo, precisamente estas características, su relativa "limpieza" de alianzas inquebrantables con el pasado, jugaron a su favor. Suárez no tenía enemigos declarados dentro del régimen que pudieran bloquear su ascenso, y su perfil moderado lo hacía aceptable tanto para los nostálgicos del franquismo, que lo veían como "uno de los suyos", como para los reformistas, que intuían en él una voluntad de cambio.
El discurso de investidura de Suárez, pronunciado el 3 de julio de 1976 ante unas Cortes franquistas que aún respiraban el aire de la dictadura, fue un ejemplo magistral de equilibrio político, una obra de oratoria que pasaría a la historia. Utilizó un lenguaje cuidadosamente medido, evitando confrontaciones directas con el pasado, pero dejando clara su intención inquebrantable de llevar a cabo cambios significativos. Habló de reconciliación, de diálogo, de modernización, conceptos que resonaron con fuerza en una sociedad ansiosa por dejar atrás décadas de autoritarismo. Su estilo persuasivo, su voz firme y su capacidad para conectarse emocionalmente con un público escéptico marcaron la diferencia. Cuando terminó su intervención, incluso algunos de sus detractores más acérrimos tuvieron que admitir que había logrado algo extraordinario: convencer a quienes no querían ser convencidos, sembrar la semilla de la duda en los inmovilistas y la esperanza en los reformistas.
Una vez en el poder, Suárez demostró que no solo era un hábil orador, sino también un estratega político excepcional, un ajedrecista capaz de anticipar varios movimientos. Su primer gran desafío, una apuesta de alto riesgo, fue la legalización del Partido Comunista de España (PCE). Esta medida, impensable bajo el franquismo y que generó fuertes resistencias, especialmente en los sectores más conservadores del ejército y la administración, era crucial para consolidar la democracia. Suárez sabía que integrar a todos los actores políticos, incluso a los históricamente proscritos, era fundamental para la legitimidad del proceso. Pero también era consciente de que debía manejarla con una cautela extrema, como quien camina sobre un campo minado.
Para lograrlo, Suárez recurrió a una estrategia de negociación silenciosa, de encuentros clandestinos. Se reunió en secreto con Santiago Carrillo, el carismático líder del PCE, en un apartamento discreto de Madrid. Aquel encuentro, que permaneció oculto durante largo tiempo, fue un ejemplo de su habilidad para tender puentes donde otros veían abismos insalvables. Suárez y Carrillo, dos figuras antagónicas en la superficie, discutieron largamente sobre los términos de la transición, llegando a acuerdos informales que allanarían el camino hacia la legalización del partido. Cuando finalmente anunció la medida, en abril de 1977, lo hizo con tal firmeza y convicción que incluso sus oponentes más recalcitrantes tuvieron que admitir que era inevitable. La legalización del PCE no solo fue un acto de audacia política, sino también una demostración de la visión de Suárez para una España plural, un paso irreversible hacia la plena democracia. Este gesto, sin embargo, tuvo sus consecuencias inmediatas: el Almirante Pita da Veiga, Ministro de Marina, y Francisco Franco Iribarnegaray, Ministro del Aire, presentaron su dimisión en desacuerdo con la legalización, un claro indicio de la resistencia que Suárez seguiría enfrentando desde los sectores más inmovilistas de las Fuerzas Armadas. El líder comunista Santiago Carrillo ya no volvería a necesitar de su famoso peluquín para moverse clandestinamente por el país.
Otro hito fundamental de su presidencia fue la creación de la Unión de Centro Democrático (UCD), un partido político que agrupaba a diversas corrientes reformistas bajo un mismo paraguas.
La UCD no era un partido tradicional, sino más bien una coalición heterogénea, un mosaico de ideologías que incluía desde ex-franquistas moderados hasta socialdemócratas y liberales, sin obviar los demo-cristianos. Esta diversidad era tanto una fortaleza, al permitirle captar un amplio espectro de votantes, como un riesgo, al generar tensiones internas constantes.
Figuras influyentes como Fernando Abril Martorell, su mano derecha como vicepresidente y amigo personal, y Marcelino Oreja Aguirre, Ministro de Asuntos Exteriores, a menudo chocaban entre sí y con Suárez por cuestiones ideológicas y estratégicas. José Pedro Pérez-Llorca alías "el zorro plateado", uno de los "padres de la Constitución", Ignacio Camuñas Solís, Ministro de Relaciones con las Cortes, Joaquín Garrigues Walker, Ministro de Obras Públicas y Urbanismo, Francisco Fernández Ordóñez, Ministro de Hacienda, y José Luis Álvarez Álvarez, que sería alcalde de Madrid y luego ministro, fueron algunos de los nombres clave que formaron parte de sus gabinetes, cada uno aportando su visión y su cuota de poder a la compleja maquinaria de la UCD.
Rafael Calvo Ortega, quien ocuparía la cartera de Trabajo y más tarde la de Asuntos Exteriores, también se sumó a este equipo, aportando su experiencia y su visión en un momento crucial para la construcción del nuevo marco laboral y las relaciones internacionales. Eulogio Gómez Franqueira, un influyente líder en Ourense, fue fundamental para el apoyo de la UCD en Galicia, demostrando la capacidad de Suárez para tejer alianzas a lo largo y ancho del territorio nacional. Del social-demócrata Francisco Fernández Ordóñez cabe destacar que fue quien le impulsó la reforma fiscal en la que "se garantizaba que pague más quien más tiene", con quien empezaría una subida de impuestos que no cesaría a pesar de los continuos cambios de gobierno de distinto signo; y además sería quien le sacaría adelante la Ley de Divorcio, algo que estuvo prohibido por la dictadura de Francisco Franco y con el beneplácito de la Iglesia Católica.
A pesar de estas dificultades internas, Suárez supo mantener la unidad del partido durante los momentos más críticos. Su capacidad para mediar conflictos, para encontrar puntos de acuerdo incluso en las disputas más enconadas, fue esencial para superar las crisis internas que amenazaban con desintegrar la UCD. También aprovechó su carisma personal para consolidar su liderazgo. Era un hombre accesible, que escuchaba a sus colaboradores y valoraba sus opiniones, aunque siempre tomaba las decisiones finales él mismo, con una determinación que a veces rozaba el personalismo.
El éxito electoral de la UCD en las primeras elecciones democráticas de junio de 1977 confirmó que Suárez había acertado en su apuesta, legitimando su proyecto y dándole un mandato claro para continuar con las reformas. Curiosamente dijo lo de "soy guapo y gano", de manera que las primeras elecciones fueron lo más parecido a un concurso de bellezas, poniendo a Adolfo Suárez y Felipe González entre los guapos, y a Manuel Fraga Iribarne y Santiago Carrillo entre los feos.
La UCD, como coalición de diversidad de partidos, pasaría a formar un solo partido tras un Congreso Nacional de unificación en el que también participaron importantes personalidades internacionales de la política como Margaret Thatcher, Helmut Kolh, o Francisco Sa Carneiro, entre muchos otros.
Navegando la Tormenta: Crisis Económica y Lucha contra el Terrorismo
La presidencia de Adolfo Suárez no fue un camino de rosas. Mientras construía los cimientos de la democracia, España se enfrentaba a una doble amenaza que ponía a prueba la resiliencia del joven gobierno: una profunda crisis económica y una escalada de violencia terrorista.
A finales de 1977, la economía española estaba al borde del colapso. La inflación galopante, que superaba el 26%, el desempleo creciente y las tensiones sociales amenazaban con desestabilizar aún más al país, recién salido de la dictadura. La herencia económica del franquismo era pesada, y la crisis del petróleo de los años 70 había golpeado con fuerza. En este contexto, Suárez decidió tomar una decisión audaz, una que pocos líderes se habrían atrevido a tomar: convocar a todos los actores políticos, sindicales y empresariales relevantes para buscar soluciones conjuntas. El resultado fue lo que se conocería como los Pactos de la Moncloa, firmados el 25 de octubre de 1977.
El proceso no fue fácil. Las diferencias ideológicas entre los partidos eran abismales. Por un lado, estaban los socialistas del PSOE, liderados por Felipe González, que pedían reformas profundas y medidas redistributivas. Por otro, los conservadores de Alianza Popular (AP), encabezados por Manuel Fraga Iribarne, defendían un modelo económico más liberal y menos intervencionista. Además, los sindicatos, especialmente Comisiones Obreras (CCOO) y la Unión General de Trabajadores (UGT), presionaban por mejoras salariales y derechos laborales. Y, por supuesto, el propio gobierno de Suárez, con Enrique Fuentes Quintana como Ministro de Economía, tenía sus propias prioridades y limitaciones. Lo que hizo de los Pactos algo histórico no fue solo el acuerdo final, sino el espíritu de colaboración que los caracterizó.
Durante meses, representantes de todas estas fuerzas se reunieron en el Palacio de la Moncloa. Las discusiones fueron intensas, a veces acaloradas, pero siempre marcadas por un compromiso compartido: salvar a España de la catástrofe económica y política. Suárez jugó un papel crucial en estas negociaciones, no solo como mediador, sino como catalizador de ideas. Su capacidad para escuchar, para encontrar puntos comunes incluso entre posturas diametralmente opuestas, fue clave. "No se trata de ganar o perder", solía decir durante las reuniones. "Se trata de construir algo que nos beneficie a todos". Esta mentalidad pragmática permitió que se alcanzaran acuerdos clave, como la moderación salarial, la reforma fiscal y la modernización del sistema financiero. El éxito de los Pactos de la Moncloa no solo estabilizó la economía española, sino que también fortaleció la legitimidad del proceso democrático, demostrando que, incluso en tiempos de división, era posible trabajar juntos por el bien común.
Paralelamente a la crisis económica, la joven democracia española se enfrentaba a la brutal embestida del terrorismo. Grupos como ETA y el GRAPO intensificaron sus acciones, buscando desestabilizar el proceso de cambio y provocar una involución. Los años de Suárez en la Moncloa estuvieron marcados por una constante amenaza, por la sombra de la violencia que se cernía sobre el país. El asesinato de varios altos oficiales militares, incluidos generales, exacerbó las tensiones en los medios castrenses, donde se acusaba a Suárez y a su vicepresidente, Manuel Gutiérrez Mellado, de pusilanimidad.
Uno de los episodios más preocupantes y sangrientos ocurrió en enero de 1977, antes incluso de las primeras elecciones democráticas, cuando un comando de ultraderecha asesinó a cinco abogados laboralistas en Madrid, en lo que se conoció como la Matanza de Atocha. El crimen generó una oleada de indignación pública y llevó a millones de personas a salir a las calles para exigir justicia y defender la democracia. Suárez respondió con firmeza, condenando el atentado y reiterando su compromiso inquebrantable con la libertad. Pero también comprendió que debía actuar con cautela para evitar polarizaciones extremas que pudieran dar alas a los enemigos de la democracia. La lucha contra el terrorismo no era solo una cuestión de seguridad; era una batalla por la supervivencia del propio sistema democrático, una prueba de fuego para la capacidad del Estado de Derecho de proteger a sus ciudadanos y garantizar la convivencia.
A medida que avanzaba su mandato, Suárez comenzó a enfrentar cada vez más presiones. Los sectores ultraconservadores seguían oponiéndose a sus reformas, viéndolas como una traición a los principios del franquismo. Al mismo tiempo, algunos de sus aliados dentro de la UCD lo acusaban de ser demasiado blando con los comunistas o de priorizar su visión personal sobre los intereses del partido.
Además, el desgaste personal empezaba a hacer mella en él. Las largas jornadas de trabajo, las reuniones interminables, las constantes amenazas a su seguridad y el peso de las decisiones trascendentales lo estaban agotando física y emocionalmente. Pero nunca perdió de vista su objetivo: construir una España democrática y reconciliada, un país donde la libertad y la convivencia fueran los pilares fundamentales.
En retrospectiva, el ascenso de Adolfo Suárez parece casi milagroso. Fue un hombre que llegó al poder sin ser visto como una amenaza, pero que terminó transformando un país entero. Lo hizo no con grandilocuencia ni promesas utópicas, sino con pequeños gestos, conversaciones discretas, una audacia calculada y una visión clara de lo que quería lograr. Y aunque sabía que el camino sería largo y lleno de obstáculos, que la crisis económica y el terrorismo serían compañeros constantes de viaje, nunca dudó de que valía la pena intentarlo, de que el sueño de una España libre era un objetivo por el que merecía la pena luchar hasta el último aliento.
CAPÍTULO 5: LA GRAN APUESTA POR LA DEMOCRACIA: CONSOLIDANDO EL CONSENSO
La Transición española no fue un proceso lineal ni estuvo exento de riesgos. Para Adolfo Suárez, cada paso dado hacia la democracia implicaba enfrentarse a fuerzas poderosas que preferían mantener el statu quo, a inercias arraigadas y a miedos ancestrales. Sin embargo, él tenía una convicción inquebrantable, una fe casi mística en el futuro de su país: España necesitaba un nuevo comienzo, una página en blanco sobre la que escribir un futuro de libertad y prosperidad. Y ese nuevo comienzo, lo sabía con certeza, solo podía construirse sobre bases sólidas de consenso, diálogo y reconciliación. Este capítulo explora cómo Suárez lideró algunos de los momentos más decisivos de la historia reciente de España, desde los Pactos de la Moncloa, que salvaron la economía, hasta la redacción de la Constitución de 1978, el contrato social de una nueva era.
Los Pactos de la Moncloa: Unidad en Tiempos de Crisis
A finales de 1977, el aire en España era denso, cargado de incertidumbre económica y social. El país estaba sumido en una profunda crisis: la inflación galopante, que superaba el 26%, devoraba los salarios y el poder adquisitivo de las familias; el desempleo crecía sin freno, sembrando la desesperación en miles de hogares; y las tensiones sociales, con huelgas y manifestaciones, amenazaban con desestabilizar aún más a una nación que apenas comenzaba a respirar los aires de la libertad. La herencia económica del franquismo era pesada, y la crisis del petróleo de los años 70 había golpeado con una fuerza devastadora. En este contexto de precariedad, Suárez, con la audacia que lo caracterizaba, decidió tomar una decisión que pocos líderes se habrían atrevido a tomar: convocar a todos los actores políticos, sindicales y empresariales relevantes para buscar soluciones conjuntas. El resultado fue lo que se conocería como los Pactos de la Moncloa, firmados el 25 de octubre de 1977.
El proceso resultó complejo, un auténtico desafío de negociaciones marcadas por tensiones y choques de intereses. Las posturas ideológicas de los partidos eran profundamente opuestas, casi irreconciliables. Por un lado, el PSOE, con un joven y carismático Felipe González al frente, abogaba por reformas estructurales y políticas intervencionistas, con la mira puesta en una España más equitativa.
En contraste, los conservadores de Alianza Popular, liderados por el experimentado Manuel Fraga Iribarne, promovían un enfoque económico liberal, con menos intervención estatal y arraigado en valores tradicionales. A esto se sumaban los sindicatos, especialmente Comisiones Obreras (CCOO) con el comunista Marcelino Camacho y la UGT con el socialista Nicolás Redondo, que exigían con firmeza mejoras en los salarios y derechos laborales, conscientes del esfuerzo que se demandaba a la clase trabajadora. En el centro, el gobierno de Suárez, con Enrique Fuentes Quintana como Ministro de Economía, navegaba entre las presiones de una crisis apremiante y la necesidad de preservar la estabilidad política.
El valor histórico de los Pactos de la Moncloa no radicó únicamente en el acuerdo alcanzado, sino en el espíritu de cooperación y renuncia que los definió. Durante meses, representantes de diversas fuerzas políticas se reunieron en el Palacio de la Moncloa, transformado en un símbolo de esperanza y tensiones. Las negociaciones fueron arduas, con debates encendidos, momentos de crispación e incluso algún portazo, pero siempre guiadas por un objetivo común: evitar el colapso económico y político de España. Adolfo Suárez desempeñó un rol clave, actuando no solo como mediador, con una paciencia notable y una habilidad única para escuchar, sino también como un impulsor de consensos, uniendo voluntades opuestas. “Aquí no se trata de vencer o ser vencido”, repetía con su tono firme y convincente, “sino de construir un futuro que nos beneficie a todos, poniendo a España por encima de intereses individuales”. Esta visión práctica, libre de rigideces ideológicas, facilitó acuerdos fundamentales, como la contención de los salarios, la reforma tributaria y la modernización del sistema financiero. Los Pactos no solo lograron estabilizar la economía, controlando la inflación y sentando las bases para el crecimiento, sino que también consolidaron la legitimidad de la transición democrática. Mostraron a España y al mundo que, aun en medio de profundas divisiones y una crisis severa, era posible un esfuerzo colectivo por el bien común, un hito que parecía inalcanzable pocos años antes.
La Constitución de 1978: El Contrato Social de una Nueva España
Si los Pactos de la Moncloa fueron un acto de unidad económica, la redacción de la Constitución de 1978 fue el acto supremo de unidad política, la piedra angular sobre la que se edificaría la nueva España. Para Suárez, esta tarea era mucho más que un ejercicio jurídico, un mero compendio de leyes; era la culminación de todo lo que había luchado desde que asumió el cargo, el broche de oro a su misión histórica. Sabía que una constitución democrática no solo debía garantizar derechos y libertades, sino también reflejar la diversidad de un país fragmentado por décadas de dictadura, un país con identidades regionales fuertes y heridas aún abiertas.
El proceso constituyente comenzó en 1977, cuando se formó una comisión de siete miembros, los "Padres de la Constitución", encargada de redactar el borrador inicial. Entre ellos había figuras destacadas de diferentes partidos: Gabriel Cisneros y José Pedro Pérez-Llorca por la UCD, Miquel Roca Junyet por CiU, Gregorio Peces-Barba por el PSOE, entre otros. Aunque representaban diferentes ideologías y regiones, todos compartían un objetivo común: crear una carta magna que pudiera ser aceptada por la inmensa mayoría de los españoles, un texto que sirviera de marco de convivencia para las futuras generaciones.
Una vez más, Suárez demostró su habilidad para tender puentes, para ser el gran conciliador. Supervisó de cerca las negociaciones, con una atención meticulosa a cada detalle, asegurándose de que ningún grupo, por minoritario que fuera, sintiera que sus intereses estaban siendo ignorados. Fue especialmente cuidadoso con las demandas de las regiones periféricas, como Cataluña , el País Vasco y Galicia, que exigían mayor autonomía y el reconocimiento de sus particularidades históricas, aparte de sus propias lenguas vernáculas. También tuvo que manejar las tensiones entre los sectores más conservadores, que temían una ruptura radical con el pasado y una pérdida de la unidad nacional, y los progresistas, que querían una transformación completa de la sociedad.
Uno de los debates más complejos y apasionantes giró en torno al modelo territorial. ¿Debía España adoptar un sistema federal, con amplias competencias para las regiones?. ¿O sería mejor un modelo descentralizado basado en comunidades autónomas, que permitiera una mayor flexibilidad?. Finalmente, se optó por una solución intermedia, un delicado equilibrio: el Estado de las Autonomías, que reconocía la diversidad cultural y política de las regiones sin romper la unidad nacional, solución que se le llamó "café para todos".
Este compromiso, recibido con escepticismo por algunos, terminó siendo uno de los pilares fundamentales de la nueva democracia, un modelo que, a pesar de sus imperfecciones, ha permitido la convivencia de diversas identidades bajo un mismo paraguas. En este proceso, Suárez negoció directamente con figuras clave como Joseph Tarradellas, el histórico presidente de la Generalitat en el exilio. El "Pacto Suárez-Tarradellas" fue un movimiento audaz que permitió restaurar la autonomía catalana antes incluso de la aprobación de la Constitución, un gesto que desactivó la agitación social en Cataluña y otorgó una legitimidad crucial al proceso de Transición.
De manera similar, Adolfo Suárez se reunió con Carlos Garaicoetxea, el primer Lehendakari de la democracia vasca, en Ajuria Enea en 1980, sentando las bases de la autonomía vasca y demostrando su flexibilidad para negociar las particularidades regionales.
Alejandro Rojas Marcos, líder andalucista, también pactó con Suárez para desbloquear el proceso autonómico andaluz, aunque el referéndum del 28-F de 1980 tuvo sus complejidades y generó debates sobre la forma en que se incorporó Andalucía a la vía autonómica plena, ya que la provincia andaluza de Almería no había proporcionado los suficientes votos como para reconocer la autonomía de Andalucía.
Otro tema controvertido fue la monarquía. Aunque el Rey Juan Carlos I gozaba de amplio respaldo popular por su papel en la Transición, muchos sectores de izquierda, con una fuerte tradición republicana, preferían una república. Aquí, Suárez utilizó toda su diplomacia y su capacidad de persuasión para argumentar que la monarquía parlamentaria era el mejor marco institucional para garantizar la estabilidad y la continuidad democrática.
Convenció a Felipe González, líder del PSOE, de que apoyara esta opción, asegurándole que el rey sería una garantía neutral de la democracia, un símbolo de unidad por encima de las facciones políticas. El Cardenal Enrique y Tarancón, presidente de la Conferencia Episcopal Española, jugó un papel crucial en este período, apoyando la Transición y la monarquía, y defendiendo la neutralidad de la Iglesia en política, lo que fue vital para la legitimidad del proceso y para calmar las inquietudes de los sectores católicos.
El 6 de diciembre de 1978, tras meses de deliberaciones, debates y concesiones mutuas, la Constitución que Suárez la llamó "de la Concordia" fue finalmente aprobada mediante referéndum con un apoyo masivo del 87,8% de los votantes. Ese día, España celebró no solo una nueva ley fundamental, sino también el nacimiento de una nueva identidad colectiva, un pacto de convivencia para el futuro. La Constitución reconoció derechos fundamentales como la libertad de expresión, la igualdad ante la ley y el derecho al voto universal. También estableció un sistema parlamentario basado en la separación de poderes y la alternancia democrática, sentando las bases de un Estado de Derecho moderno.
Para Suárez, la promulgación de la Constitución fue un momento de orgullo personal, pero también de profunda reflexión. Sabía que el camino hacia la consolidación democrática aún estaba lleno de desafíos, que la joven democracia era frágil y debía ser protegida. Sin embargo, también sabía que había dado un paso irreversible: España ya no volvería al pasado.
Resistencia y Amenazas: El Precio de la Democracia
No todo fue celebración y consenso durante estos años. La transición hacia la democracia fue acompañada de tensiones y amenazas constantes, de la sombra de la violencia que se cernía sobre el país. Sectores ultraconservadores del ejército, nostálgicos del franquismo, así como grupos terroristas como ETA y el GRAPO, vieron en el cambio político una traición a los principios del régimen anterior, una oportunidad para desestabilizar y provocar una involución. Hubo rumores de conspiraciones golpistas, atentados selectivos y campañas de desinformación destinadas a socavar la autoridad de Suárez y a sembrar el miedo en la sociedad. Blas Piñar López, líder de Fuerza Nueva, fue una de las voces más ruidosas en la oposición a las reformas de Suárez, especialmente a la legalización del PCE, y su partido representó la resistencia de la extrema derecha, clamando por un retorno al orden anterior. Por otro lado, Dolores Ibarruri, "La Pasionaria", líder histórica del PCE, estrechó la mano de Suárez en la constitución de las Cortes en 1977, un gesto simbólico de la reconciliación que Suárez buscaba, un puente entre dos Españas que parecían irreconciliables.
Uno de los episodios más preocupantes y sangrientos ocurrió en enero de 1977, cuando un comando de ultraderecha asesinó a cinco abogados laboralistas en Madrid en lo que se conoció como la Matanza de Atocha. El crimen generó una oleada de indignación pública y llevó a millones de personas a salir a las calles para exigir justicia y defender la democracia. Suárez respondió con firmeza, condenando el atentado y reiterando su compromiso inquebrantable con la democracia. Pero también comprendió que debía actuar con cautela para evitar polarizaciones extremas que pudieran dar alas a los enemigos de la libertad.
Las amenazas no solo venían de fuera. Dentro de su propio partido, la UCD, las divisiones internas comenzaron a erosionar su liderazgo. Algunos "barones" del partido cuestionaban su estilo de gobierno, acusándolo de ser demasiado centralista o de priorizar intereses personales sobre los colectivos. Estas tensiones, aunque inevitables en una coalición tan heterogénea, le hicieron perder apoyo en momentos críticos. Jordi Pujol, en sus memorias, reveló que el PSOE le propuso en 1980 sustituir a Suárez por un militar, reflejando la debilidad de la UCD y las presiones que sufría el presidente. Pujol, aunque con "buena opinión" de Suárez, sentía que podía defenderlo de sus enemigos, pero no de sus propios "amigos" dentro del gobierno, en alusión a las críticas internas y las conspiraciones palaciegas.
A pesar de estos obstáculos, de las amenazas constantes y del desgaste personal, Suárez nunca perdió la fe en su visión de una España reconciliada y democrática. Sabía que el verdadero cambio no era fácil ni rápido, que implicaba sacrificios y dolor, pero estaba dispuesto a pagar el precio. Como diría años después, con la sabiduría que da la experiencia: "la democracia no es un regalo; es una conquista". Y él, con su coraje y su visión, había conquistado la libertad para toda una nación.
CAPÍTULO 6: EL DÍA QUE LA HISTORIA SE DETUVO: LA FIRMEZA DE LA DEMOCRACIA
El 23 de febrero de 1981, España contuvo el aliento. Fue un día que se grabó a fuego en la memoria colectiva, un momento en que el frágil edificio de la democracia, apenas construido, se tambaleó al borde del abismo. El intento de golpe de Estado, conocido simplemente como el 23-F, no solo puso a prueba la incipiente libertad reconquistada, sino también la valentía y determinación de quienes habían trabajado incansablemente para edificarla. En el epicentro de este drama histórico, con la mirada serena y el temple inquebrantable, estuvo Adolfo Suárez, quien, aunque ya había dimitido como presidente del Gobierno, permaneció firme en su escaño, un faro de dignidad en la tormenta que asaltaba el Congreso de los Diputados. Este capítulo recrea con detalle esos angustiantes minutos, la tensión que se respiraba en el hemiciclo y la decisiva intervención que marcó un punto de inflexión en la consolidación de la democracia española.
El Preludio del Caos y la Irrupción
La mañana del 23 de febrero comenzó como cualquier otra jornada parlamentaria, con la rutina de los debates y las votaciones que, en apariencia, definían el pulso de la nación. Los diputados se preparaban para votar la investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo como nuevo presidente del Gobierno, un trámite que seguía a la dimisión de Suárez en enero de ese mismo año.
El ambiente en el hemiciclo era tenso, sí, cargado de las habituales fricciones políticas y las estrategias de partido, pero controlado. Nadie, absolutamente nadie, imaginaba que la historia estaba a punto de detenerse, que el destino de España se jugaría en las próximas horas.
La crisis que vivía España a principios de los años ochenta era global: económica, política y de orden público. La UCD, el partido de Suárez, se desangraba en luchas internas, y la sombra del terrorismo de ETA y el GRAPO se cernía sobre el país, con asesinatos de altos cargos militares que exacerbaban las tensiones en los cuarteles. Un sector de la élite conservadora, opuesta al proyecto de Suárez y partidaria de una democracia limitada, había estado diseñando operaciones para revertir el rumbo. El general Alfonso Armada Comyn, antiguo secretario del Rey y figura respetada en los círculos conservadores, había sido puesto al frente de una de estas operaciones, la "Solución Armada", que buscaba establecer un gobierno de unidad nacional que excluyera las ideologías nacionalistas y pusiera fin a la inestabilidad. La dimisión de Suárez, aunque no directamente relacionada con el golpe, había frustrado la vía "constitucional" de Armada, empujando a los conspiradores hacia una "situación excepcional" que forzara el cambio.
A las 18:23 horas, el reloj del Congreso marcaba el inicio de una nueva era de incertidumbre. Mientras los diputados ocupaban sus escaños, ajenos al drama que se avecinaba, un grupo de guardias civiles, armados hasta los dientes y liderados por el teniente coronel Antonio Tejero Molina, irrumpió en el hemiciclo.
Con una pistola en alto y gritando órdenes, Tejero, con el rostro descompuesto por la tensión, ordenó a todos que se tiraran al suelo. Los disparos resonaron en el silencio sepulcral del hemiciclo, ráfagas de subfusil que rompieron la solemnidad del lugar y el pánico se apoderó de muchos de los presentes. El caos se desató, y el miedo, un miedo atávico, se apoderó de las miradas.
Valentía bajo Fuego
Entre los que desafiaron la orden de Tejero, entre los que se negaron a doblegarse ante la amenaza, estaba Adolfo Suárez. Aunque ya no era presidente, seguía siendo diputado y miembro destacado de la UCD. Su decisión de quedarse sentado, erguido en su escaño, fue un acto de coraje simbólico que trascendió el momento. Y esto de que previamente el vicepresidente y ministro de Defensa Manuel Gutiérrez Mellado se había levantado para pedir una explicación a Antonio Tejero Molina, el jefe de los Guardias Civiles que habían tomado el Congreso, dando la orden tanto a Gutiérrez Mellado como al propio Suárez de "¡siéntese, coño!, mientras esperaba órdenes de sus superiores y sin ningún ánimo de matar a ningún parlamentario o miembro del gobierno. Mientras otros se agachaban, se cubrían la cabeza o buscaban refugio bajo los asientos, Suárez permaneció inmóvil, mirando fijamente a Tejero con una mezcla de desafío y serenidad. No dijo nada, pero su postura, su inmovilidad en medio del caos, hablaba por sí sola: no iba a rendirse ante quienes pretendían derribar la democracia que tanto había costado construir.
Los minutos siguientes fueron eternos, una eternidad suspendida en el tiempo. Los diputados, tendidos en el suelo, escuchaban los gritos y órdenes de los golpistas, sin saber qué les esperaba, si la muerte o la prisión. Algunos lloraban en silencio, otros contenían el aliento, temiendo lo peor. Pero en medio del caos, hubo gestos de heroísmo que quedarían grabados para siempre en la memoria colectiva. Uno de los momentos más emblemáticos fue cuando el teniente general Manuel Gutiérrez Mellado, vicepresidente del Gobierno y la máxima autoridad militar presente, se levantó desafiante frente a Tejero y le exigió que depusiera las armas. A pesar de recibir un culatazo que lo hizo tambalearse, Gutiérrez Mellado no retrocedió. Su actitud valiente, su dignidad inquebrantable, inspiró a otros, incluido Suárez, a mantener la calma y la compostura. El ya anciano Gutiérrez Mellado, quien tenía una relación de profunda admiración y amistad con Suárez, se convirtió en un símbolo de la resistencia militar leal a la democracia, un general que antepuso la Constitución a cualquier otra lealtad. Y tuvo que tragarse lo de "¡siéntese, coño!" que le dijo Tejero con tanta mala leche ( y esto de que legalmente Gutiérrez Mellado era el superior militar de Tejero). Y es que el viejo Gutiérrez Mellado tampoco es que fuera demasiado popular entre los Guardias Civiles, ya que se quejaban de que nunca se acordaba de subirles la paga, y que era demasiado blando contra los terroristas.
Además de Gutiérrez Mellado y Suárez, otro personaje destacado que mantuvo la calma fue Santiago Carrillo, el histórico líder del Partido Comunista de España (PCE). Sentado tranquilamente en su escaño, Carrillo encendió un cigarrillo y lo fumó con parsimonia, con una frialdad que helaba la sangre, como si quisiera demostrar que no tenía miedo, que la democracia no se doblegaría. Esta imagen de calma en medio del caos se convirtió en un símbolo de resistencia, un desafío silencioso a la barbarie, pese a su controvertido papel durante la Guerra Civil en el tema de los asesinatos de Paracuellos.
Durante las horas siguientes, el Congreso permaneció bajo el control de los golpistas. Los diputados retenidos, aislados del exterior, no sabían qué estaba ocurriendo fuera del edificio. ¿Había sido un golpe coordinado?, ¿Se había extendido a otras partes del país? Las preguntas flotaban en el aire, pero nadie tenía respuestas claras. Mientras tanto, en Valencia, el capitán general Jaime Milans del Bosch, otro de los líderes del 23-F, había declarado el estado de excepción y ocupado la ciudad con sus tanques, justificando su acción con falsas informaciones sobre un levantamiento prosoviético del PCE y un comando de ETA. Milans del Bosch, el más monárquico de los tenientes generales que además fue el instructor del Rey Juan Carlos, había sido convencido por Armada de que la operación contaba con el beneplácito del monarca, una mentira que se desvelaría crucial.
La Intervención del Rey Juan Carlos I
Mientras el Congreso estaba bajo asedio y el país se sumía en la incertidumbre, el Rey Juan Carlos I jugó un papel crucial en la neutralización del golpe. Desde el Palacio de la Zarzuela, el monarca, con una determinación férrea, contactó con los principales líderes políticos y militares para asegurarse de que no se sumaran al levantamiento, que según Su Majestad "no es con el Rey, sino contra el Rey". La noche fue larga y tensa, llena de llamadas telefónicas y decisiones trascendentales. A la 1:00 de la madrugada del 24 de febrero, el Rey apareció en televisión, vistiendo uniforme militar, y pronunció un discurso histórico que disipó cualquier duda sobre su compromiso con la democracia. "La Corona, símbolo de la permanencia y unidad de la patria, no puede tolerar en forma alguna acciones o actitudes de personas que pretenden interrumpir por la fuerza el proceso democrático", declaró el Rey, con una voz firme que resonó en todos los hogares españoles. En su mensaje se dirigió a su antiguo instructor Jaime Milans del Bosch, en su condición de Jefe Supremo de todos los ejércitos de España, para ordenarle que le dijera a Antonio Tejero Molina que deponga su actitud de tener ocupado y secuestrado el Congreso de los Diputados.
Sus palabras tuvieron un efecto inmediato: los sectores del ejército que aún dudaban sobre apoyar el golpe se retiraron, y poco después, Tejero y sus hombres, desmoralizados y sin el apoyo esperado, abandonaron el Congreso. El golpe había fracasado.
El Legado del 23-F
El fracaso del golpe de Estado significó un triunfo rotundo para la democracia española, que se confirmó con una enorme manifestación popular en la capital de España y en la que asistieron millones de españoles. Aquel día, España demostró al mundo que estaba dispuesta a defender sus instituciones democráticas a toda costa, que la libertad no era negociable. Para Adolfo Suárez, el 23-F fue una confirmación de su legado como defensor de la libertad. Aunque ya no ostentaba el poder, su actitud durante el asalto al Congreso lo convirtió en un símbolo de resistencia, un icono de la dignidad democrática.
En retrospectiva, el 23-F también reveló las tensiones subyacentes que habían acompañado a la Transición. Durante años, sectores nostálgicos del franquismo habían conspirado para revertir los cambios políticos, y aunque el golpe fue sofocado, dejó claro que la democracia no podía darse por garantizada.
Era necesario seguir trabajando para consolidarla, para protegerla de aquellos que aún soñaban con un pasado autoritario, y con ello el resto de partidos políticos se curarían en salud democrática, volviéndose más sensatos y con mayor sentido común, y otorgando la mayoría absoluta a Leopoldo Calvo-Sotelo en su investidura para la presidencia del gobierno, consecuencia de la dimisión irrevocable de Suárez.
Para Suárez, aquel episodio marcó el final de una era. Aunque había liderado la Transición con éxito, el desgaste acumulado, las críticas internas y las tragedias personales lo habían llevado a dimitir meses antes. El 23-F, sin embargo, selló su lugar en la historia como un hombre que no solo soñó con una España democrática, sino que también luchó por ella hasta el último momento, con la serenidad de quien sabe que su misión, a pesar de los peligros, era la más noble de todas. Su figura, sentada en el escaño, se convirtió en la imagen de la resistencia de un país que se negaba a volver atrás.
CAPÍTULO 7: EL VÍNCULO CON LA CORONA: UNA ALIANZA FUNDAMENTAL
La relación entre Adolfo Suárez y el Rey Juan Carlos I fue, sin lugar a dudas, uno de los pilares fundamentales sobre los que se erigió la Transición española. Dos hombres, procedentes de mundos aparentemente dispares, se encontraron en una encrucijada histórica y, a pesar de sus diferencias de origen y formación, compartieron una visión común: transformar España en una democracia moderna, estable y plenamente integrada en el concierto de las naciones libres. Sin embargo, esta alianza, crucial para el éxito de la empresa, no estuvo exenta de tensiones, desacuerdos y momentos de profunda incertidumbre, reflejo de la complejidad y los riesgos inherentes al proceso que ambos lideraron.
El Encuentro Decisivo y la Confianza Mutua
La historia de la Transición española, en muchos sentidos, comienza con un encuentro que cambiaría el rumbo del país. En los meses posteriores a la muerte de Francisco Franco, en noviembre de 1975, el joven monarca Juan Carlos I se enfrentaba a una encrucijada histórica de proporciones colosales: cómo guiar a España hacia la democracia sin provocar una ruptura violenta que pudiera reabrir las heridas de un pasado aún demasiado reciente. Necesitaba a alguien en quien pudiera confiar plenamente, un ejecutor audaz y pragmático, lo suficientemente hábil para desmantelar el franquismo desde dentro, pero también lo suficientemente prudente para evitar enfrentamientos directos con los sectores más inmovilistas del régimen.
Fue entonces cuando el nombre de Adolfo Suárez, sugerido por su "gran consejero" Torcuato Fernández-Miranda, surgió como una posibilidad. Aunque relativamente desconocido en el ámbito nacional, Suárez poseía dos cualidades que lo hacían ideal para el papel: su experiencia dentro de las estructuras franquistas, que le otorgaba un conocimiento profundo de sus mecanismos y sus debilidades, y su carisma innato, su capacidad para conectar con personas de diferentes ideologías, un don que le permitía tender puentes donde otros solo veían abismos. Además, carecía de enemigos declarados en los círculos de poder, lo que lo convertía en una figura políticamente aceptable tanto para los sectores conservadores, que lo veían como "uno de los suyos", como para los reformistas, que intuían en él una voluntad de cambio.
El Rey tomó la decisión audaz de nombrarlo presidente del Gobierno en julio de 1976. Para muchos, fue una elección sorprendente, incluso arriesgada, una apuesta a ciegas. Pero Juan Carlos, con la visión estratégica que lo caracterizaba, sabía que Suárez era el hombre adecuado para liderar el cambio. Desde ese momento, ambos forjaron una relación de confianza mutua, una complicidad que trascendía lo meramente institucional y que sería crucial para el éxito de la Transición. Se entendían con miradas, con silencios, con la certeza de que compartían un mismo objetivo.
Tensión y Complicidad: La Legalización del PCE y la Consolidación Internacional
Uno de los momentos más delicados y arriesgados en la relación entre Suárez y el Rey ocurrió durante la negociación para la legalización del Partido Comunista de España (PCE). Esta medida, impensable bajo el franquismo y que generó fuertes resistencias, especialmente entre los sectores más conservadores del ejército y la administración, era esencial para consolidar la democracia. Suárez sabía que integrar a todos los actores políticos, incluso a los históricamente proscritos, era fundamental para la legitimidad del proceso y para evitar que la izquierda se viera forzada a la clandestinidad o a la violencia. Pero también era consciente de que debía manejarla con una cautela extrema, como quien camina sobre un campo minado.
Suárez sabía que necesitaba el respaldo implícito del monarca para llevar adelante esta decisión. Durante varias reuniones privadas en el Palacio de la Zarzuela, discutió con el Rey los riesgos y beneficios de la legalización. Juan Carlos, consciente de las presiones que enfrentaría, especialmente desde los cuarteles, dio su visto bueno. "Es necesario hacerlo", le dijo al presidente, con la convicción de que la democracia plena no podía excluir a nadie. "Si queremos construir una democracia real, no podemos excluir a nadie".
La decisión final de legalizar el PCE fue anunciada en abril de 1977, tras meses de negociaciones secretas con Santiago Carrillo, líder del partido. Aunque el gesto fue ampliamente elogiado por quienes defendían la reconciliación, también generó duras críticas y dimisiones, como las del Almirante Pita da Veiga, Ministro de Marina, y Francisco Franco Iribarnegaray, Ministro del Aire, un claro indicio de la resistencia que Suárez seguiría enfrentando. En este contexto, la relación entre Suárez y el Rey se fortaleció aún más. Ambos comprendieron que estaban navegando juntos en aguas turbulentas, y que solo la unidad entre ellos podía garantizar el éxito del proyecto democrático. Se trataba de hacer realidad aquella famosa frase que dijo de "elevar a categoría de normal, lo que a nivel de calle es simplemente normal".
Con la democracia en marcha, Suárez y el Rey se volcaron en la tarea de posicionar a España en el escenario internacional, rompiendo el aislamiento del franquismo y tejiendo alianzas con las democracias occidentales. Suárez, mano a mano con el Rey, abrió un nuevo curso de relaciones amistosas con los países de América Latina, realizando una profusa secuencia de históricas visitas oficiales.
Fueron muy relevantes los desplazamientos del presidente a México (en abril de 1977, viaje que selló el restablecimiento de relaciones diplomáticas tras 38 años de ruptura por el apoyo de México a la República Española durante la Guerra Civil), Cuba (septiembre de 1978), Brasil (agosto de 1979) y Argentina (septiembre de 1981).
En enero de 1980, Suárez realizó una de sus visitas más importantes a Washington, donde se reunió con el presidente estadounidense Jimmy Carter. En un comunicado conjunto, tras su entrevista, ambos mandatarios coincidieron en su más enérgica condena a la invasión soviética de Afganistán, un gesto que alineaba a la joven democracia española con las potencias occidentales. Carter, por su parte, quería implicar más a España en la defensa occidental y deseaba cuanto antes su entrada en la OTAN como miembro de pleno derecho.
Suárez, aunque pragmático y consciente de la necesidad de llevarse bien con el "amigo yanqui", le explicó a Carter y a su Secretario de Estado, Cyrus Vance, que la entrada en la OTAN sería políticamente difícil, implicaría un coste enorme para modernizar las fuerzas armadas y requeriría un delicado equilibrio entre las fuerzas de centro-izquierda y centro-derecha en España. La incorporación se produjo finalmente en octubre de 1981, aunque con otro presidente en La Moncloa.
Las relaciones con Europa también fueron una prioridad. En noviembre de 1979, Suárez viajó a París en visita oficial, invitado por el primer ministro francés, Raymond Barre. La visita se centró en fortalecer las relaciones bilaterales, buscando restablecer un clima de sinceridad y confianza mutuas, a menudo empañado por malentendidos y por la persistencia del problema vasco, que generaba tensiones transfronterizas.
Suárez también mantuvo una estrecha relación con el canciller de la República Federal de Alemania, Helmut Schmidt. En abril de 1975, Schmidt ya había instado a Gerald Ford a acercarse al gobierno de transición de Adolfo Suárez, y a partir de entonces, el gobierno alemán apoyó activamente el proceso de democratización español, convencido de que las circunstancias eran propicias para un giro hacia la democracia. Schmidt reiteró su confianza en la estabilidad democrática española, un apoyo crucial en momentos de incertidumbre.
En el ámbito de las relaciones con Oriente Medio, Suárez recibió en Madrid a Yasser Arafat, presidente del comité ejecutivo de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), en septiembre de 1979. La visita, marcada por espectaculares medidas de seguridad, fue un hito en la diplomacia española.
Suárez y Arafat abordaron la cuestión del reconocimiento español de la entidad palestina y la posible mediación de la OLP en el litigio sahariano. Arafat valoró positivamente que España no hubiera establecido relaciones diplomáticas con Israel, buscando el respaldo español para la causa palestina en Europa.
Incluso años después de su presidencia, Suárez mantuvo su compromiso con la democracia y la libertad a nivel internacional. En 1990, el periodista y escritor cubano Carlos Alberto Montaner, junto al profesor Raúl Morodo, estratega de Suárez en la Internacional Liberal (federación que Suárez presidía), le pidieron ayuda para la democratización de Cuba.
Con el Muro de Berlín recién caído y las dictaduras comunistas europeas colapsando, creían que Fidel Castro podría aceptar una transición pacífica similar a la española, "de la ley a la ley". Suárez y Morodo viajaron a La Habana y hablaron con Fidel Castro, pero encontraron una postura inflexible. Castro repitió que "Cuba se hundiría en el mar antes que abandonar el marxismo-leninismo" y que la isla sería un "vivero, de Parque Jurásico marxista-leninista" para cuando la humanidad regresara a las esencias comunistas. A pesar del escepticismo inicial de Suárez, su intento de mediación demostró su inquebrantable compromiso con la extensión de la democracia.
En cuanto a Carlos Andrés Pérez, presidente de Venezuela, la información disponible indica que Adolfo Suárez presidió una Comisión de Conciliación en 1989, lo que sugiere una interacción en el ámbito de la diplomacia y la resolución de conflictos, aunque los detalles específicos de su relación personal o política directa no son ampliamente documentados.
De manera similar, la cooperación entre Diogo Freitas do Amaral, político portugués, y Adolfo Suárez se enmarcó en el contexto de las relaciones entre los democristianos alemanes (Helmut Kohl y la Fundación Konrad Adenauer) y los partidos centristas y conservadores de la península ibérica, buscando fortalecer la democracia en ambos países.
Desencuentros y Distanciamiento
Sin embargo, la relación entre Suárez y el Rey no siempre fue armoniosa. A medida que avanzaba su mandato, las tensiones internas dentro de la Unión de Centro Democrático (UCD) y las dificultades para gobernar un país fracturado comenzaron a erosionar la posición de Suárez. Algunos "barones" del partido, como Fernando Abril Martorell, su mano derecha y amigo personal, con quien incluso veraneaba en familia, comenzaron a distanciarse. La amistad se deterioró debido al excesivo personalismo de Suárez, llegando a un punto en que dejaron de dirigirse la palabra.
Otros, como Rodolfo Martín Villa, Ministro del Interior, llegaron a considerar a Suárez un "obstáculo" para ciertas políticas, reflejando la profunda crisis interna de la UCD. Estas críticas, a menudo filtradas a la prensa, llegaron a oídos del Rey, quien, aunque seguía apoyando públicamente a Suárez, empezó a cuestionar su capacidad para mantener la estabilidad política.
En 1980, la crisis interna de la UCD se intensificó hasta un punto crítico. Las tensiones dentro del partido se tradujeron en la renuncia de varios ministros clave, mientras las críticas constantes minaban el liderazgo de Adolfo Suárez. En este escenario de inestabilidad, comenzaron a circular rumores sobre posibles maniobras del Rey para reemplazarlo.
Según las memorias de Jordi Pujol, el PSOE le planteó en ese año la posibilidad de sustituir a Suárez por una figura militar, un reflejo de la fragilidad de la UCD y de las presiones que enfrentaba el presidente. Pujol, que respetaba a Suárez, consideraba que podía protegerlo de sus adversarios externos, pero no de las deslealtades y conspiraciones dentro de su propio entorno gubernamental.
En enero de 1981, Suárez anunció su dimisión como presidente del Gobierno. En su discurso de despedida, agradeció al Rey por su apoyo durante los años de la Transición, pero también dejó claro que había llegado el momento de pasar el testigo. "He cumplido con mi deber, y ahora corresponde a otros continuar el camino", dijo emocionado. Fue un adiós digno, pero también un reconocimiento implícito de que su relación con la Corona ya no era tan cercana como antes, que el desgaste había hecho mella.
Un Último Homenaje
Años después, cuando Adolfo Suárez ya no ocupaba ningún cargo público y luchaba contra el Alzheimer, el Rey Juan Carlos I decidió rendirle un homenaje especial, un gesto de profunda gratitud y reconocimiento histórico. En 2008, durante un acto celebrado en el Palacio Real, el monarca entregó personalmente a Suárez el Collar del Toisón de Oro, la máxima distinción honorífica de la Corona española. Era un gesto simbólico, destinado a reconocer su contribución histórica a la democracia, a sellar su lugar en la memoria de la nación.
Para entonces, Suárez ya no recordaba muchas cosas. La enfermedad había borrado gran parte de su memoria, incluidos algunos de los momentos más importantes de su vida. Sin embargo, cuando el Rey se acercó a él para entregarle la medalla, algo pareció despertar en su interior. Sonrió tímidamente, como si, en algún rincón de su mente, todavía supiera quién era y qué significaba ese reconocimiento. El Rey, visiblemente emocionado, le estrechó la mano y le susurró unas palabras de agradecimiento, un último adiós silencioso entre dos hombres que habían forjado la historia.
Ese momento cerró un ciclo. Dos hombres que habían trabajado juntos para cambiar el destino de España se despedían, no con palabras grandilocuentes, sino con un gesto silencioso pero cargado de significado. Era el epílogo de una relación compleja, marcada por la lealtad, el respeto y, en ocasiones, el desencuentro. Pero, sobre todo, era el testimonio de que, pese a las diferencias, ambos habían compartido un mismo sueño: una España libre y democrática, un legado que perduraría más allá de la memoria.
CAPÍTULO 8: EL PESO DE LA FAMILIA: EL SANTUARIO Y EL DOLOR
Para Adolfo Suárez, la familia no era solo un concepto, sino una realidad palpable, su refugio inexpugnable, el lugar donde encontraba paz y consuelo en medio de las tormentas políticas que asolaban su vida pública.
Era el santuario donde el hombre, despojado de su investidura presidencial, podía ser simplemente Adolfo, el esposo, el padre, el abuelo. Sin embargo, este mismo pilar de su existencia se convertiría también en una fuente de profundo dolor, especialmente durante los últimos años de su vida, cuando la enfermedad y la pérdida se cebaron con sus seres más queridos. Este capítulo explora el papel fundamental que desempeñaron sus seres queridos en su trayectoria personal y política, así como el impacto devastador de las tragedias familiares que marcaron su existencia con una huella imborrable.
Un Amor Inquebrantable: Amparo Illana
La relación entre Adolfo Suárez y Amparo Illana Elórtegui es una de las facetas más cálidas y humanas de la vida del político. Se conocieron en el vibrante Madrid de los años 50, cuando ambos eran estudiantes universitarios cargados de ilusiones. Desde su primer encuentro, surgió una chispa especial, una conexión que iba más allá de lo evidente.
Amparo, con su inteligencia serena, su discreción y una sensibilidad profunda, era el contrapunto ideal para el carisma y la ambición de Adolfo. Aunque ambos venían de familias modestas, marcadas por valores católicos y tradicionales, sus personalidades se complementaban: él, extrovertido y líder natural; ella, introspectiva y fuerte en su quietud, sería su pilar en los momentos más intensos de su carrera.
Su noviazgo fue un reflejo de la época, con un encanto clásico y romántico. Adolfo, con su facilidad para las palabras, escribía a Amparo cartas llenas de promesas y sueños compartidos, mientras organizaban citas discretas en parques o pequeños cafés madrileños, donde podían hablar sin prisas, tejiendo un vínculo íntimo lejos del bullicio. Para Suárez, Amparo no solo era su amor, sino también su confidente y el ancla que lo mantenía humano en medio de las tormentas políticas que vendrían.
Cuando Adolfo pidió su mano, le confesó al padre de Amparo, Ángel Illana, un militar de carácter firme, que llegaría a ser presidente del Gobierno antes de los 50. Ángel lo tomó como la bravata de un joven apasionado, sin sospechar que Suárez cumpliría su palabra en 1976, a los 43 años, liderando la Transición española.
El 17 de junio de 1961, Adolfo y Amparo se casaron en Ávila, en una ceremonia sencilla pero cargada de emoción, rodeados de sus seres queridos. Lejos de ostentaciones, la boda reflejó la autenticidad de su amor. Juntos construyeron una familia numerosa, su mayor orgullo: sus cinco hijos —Mariam, Adolfo, Sonsoles, Javier y Laura— se convirtieron en el eje de sus vidas, el refugio donde encontraban sentido más allá de los retos del poder.
A pesar de sus crecientes responsabilidades profesionales, que lo llevaron desde la dirección de RTVE hasta la presidencia del Gobierno, Adolfo siempre intentó estar presente en la vida de sus hijos.
Organizaba partidos de fútbol improvisados en el jardín de casa, cocinaba sus famosas tortillas de patatas para las cenas familiares, un ritual que todos esperaban con impaciencia, y contaba historias épicas sobre sus días en Cebreros, transmitiendo a sus hijos el amor por sus raíces y la importancia de la perseverancia. Para él, la familia era un santuario, un espacio sagrado donde podía dejar atrás las máscaras del político y simplemente ser "papá", un hombre cariñoso y dedicado.
Pero ser el cónyuge de un hombre tan expuesto públicamente, en el ojo del huracán de la Transición, no era fácil. Amparo soportó con una dignidad admirable los sacrificios que implicaba la carrera de su esposo, desde las largas ausencias y las noches en vela esperando su regreso, hasta las críticas constantes y, a menudo, injustas en los medios de comunicación.
Aunque nunca buscó el protagonismo, su discreción, su fortaleza silenciosa y su apoyo incondicional fueron fundamentales para mantener unida a la familia, para preservar la estabilidad emocional de Adolfo. Era el pilar invisible que sostenía a Adolfo en los momentos más difíciles, la voz serena que lo calmaba en la tormenta.
Tragedias Irreparables: Mariam y Amparo
Sin embargo, la felicidad familiar de los Suárez, tan celosamente guardada, pronto se vio ensombrecida por la enfermedad y la pérdida, una sucesión de tragedias que pondrían a prueba la fe y la resiliencia de Adolfo. En 1993, su hija Mariam, la menor de sus hijas, fue diagnosticada con cáncer. La noticia devastó a toda la familia, sumiéndolos en una profunda tristeza.
Adolfo, quien ya había abandonado la política activa para dedicarse por completo a su familia, se volcó en cuidar a su hija con una devoción absoluta. Viajaba con ella a hospitales, acompañaba cada tratamiento, cada sesión de quimioterapia, y buscaba incansablemente cualquier opción médica que pudiera ofrecerle esperanza, aferrándose a cada pequeño avance. Pero, a pesar de todos los esfuerzos, de todas las oraciones, Mariam falleció en 2004, dejando un vacío imposible de llenar en el corazón de su padre y de toda la familia. Antes de su muerte Mariam escribió un libro sobre su experiencia con el cáncer.
La muerte de Mariam fue un golpe brutal para Adolfo, una herida que apenas comenzaba a cicatrizar cuando otra tragedia, aún más dolorosa, se cernió sobre ellos. Poco después, su amada esposa Amparo también recibió un diagnóstico devastador: cáncer de pulmón. Durante varios años, Amparo luchó valientemente contra la enfermedad, con la misma discreción y fortaleza que la habían caracterizado toda su vida. Pero finalmente, en 2001, tras una larga y dolorosa batalla, falleció. Para Adolfo, perder a su esposa fue como perder una parte de sí mismo, el ancla que lo mantenía a flote. Amparo había sido su roca, su confidente, la persona que siempre lo había apoyado incondicionalmente, la única que conocía sus miedos y sus sueños más íntimos. Su partida dejó una herida profunda que nunca llegó a sanar, un dolor que lo acompañaría hasta el final de sus días.
En los años siguientes, Adolfo se retiró aún más de la vida pública, buscando consuelo en la soledad y la introspección. Ya no era el líder político que había transformado España; ahora era un anciano frágil, enfrentándose a la soledad y al duelo, un hombre marcado por la pérdida. Su fe católica, que siempre había sido una fuente de consuelo y fortaleza, le ayudó a encontrar algo de paz en esos momentos oscuros. Pasaba largas horas rezando, meditando o reflexionando sobre el significado de la vida, tratando de reconciliarse con las pérdidas que había sufrido, buscando un sentido a tanto dolor. La vida había sido demasiado cruel contra un hombre que lo fue todo en la política española.
El Alzheimer: El Último Adiós a la Memoria
Como si las tragedias familiares no fueran suficientes, Adolfo Suárez se enfrentó a otro desafío devastador en sus últimos años: el diagnóstico de Alzheimer. La enfermedad, que comenzó a manifestarse en torno a 2003, borró gradualmente sus recuerdos, incluidos algunos de los momentos más importantes de su vida. Ya no recordaba haber sido presidente del Gobierno ni haber liderado la Transición hacia la democracia. Tampoco reconocía a muchos de sus amigos o colegas, aquellos con quienes había compartido batallas políticas y sueños de libertad.
Sin embargo, había algo que nunca olvidó del todo, un hilo invisible que lo mantenía conectado con su esencia: el amor por su familia. Aunque ya no podía mantener conversaciones coherentes, respondía con ternura cuando sus hijos o nietos lo visitaban. Les sonreía, les tomaba la mano con cariño y, en ocasiones, incluso pronunciaba palabras fragmentadas que sugerían que, en algún rincón de su mente, todavía sabía quiénes eran. "Tortilla", decía a veces, evocando uno de sus mayores placeres culinarios, un recuerdo arraigado en la sencillez de su hogar. Otras veces, sonreía al ver imágenes de partidos de fútbol, recordando tal vez aquellos días en los que corría tras un balón bajo el sol de Castilla, libre de preocupaciones.
Para su hijo mayor, Adolfo Suárez Illana, ver a su padre en ese estado fue una experiencia profundamente dolorosa, pero también reveladora. "Aunque mi padre ya no recuerda nada, sigue siendo el mismo hombre bondadoso y generoso que siempre fue", declaró en una entrevista, con la voz quebrada por la emoción. Adolfo Suárez hijo llegó a ser diputado, e incluso torero, sin llegar al nivel de su padre, pero fue hijo ejemplar, al que la pérdida de hermana, madre y padre, le resultó muy doloroso.
En sus últimos años, Suárez vivió rodeado de su familia, especialmente de sus hijos, quienes se convirtieron en sus cuidadores y protectores. Estos, conscientes de la importancia de preservar su legado, organizaron homenajes y actos en su honor, asegurándose de que las futuras generaciones no olvidaran quién era y qué había logrado. Uno de los gestos más simbólicos ocurrió en 2011, cuando el aeropuerto de Madrid-Barajas fue renombrado como Aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas, en reconocimiento a su contribución histórica, un tributo a la altura de su figura.
El Último Adiós
El 23 de marzo de 2014, Adolfo Suárez falleció a los 81 años en Madrid. Su muerte marcó el final de una era, el cierre de un capítulo fundamental en la historia reciente del país. Pero también sirvió como un poderoso recordatorio de lo que es posible cuando un hombre pone el interés común por encima de sus ambiciones personales, cuando la visión de una nación libre prevalece sobre cualquier otra consideración.
Durante los días siguientes, España entera guardó luto, un luto sincero y profundo que unió a ciudadanos de todas las ideologías. El funeral, celebrado en la Catedral de Ávila, su tierra natal, estuvo lleno de emociones, un mar de rostros que recordaban al hombre y al estadista. Allí estaban sus hijos, sus nietos, sus amigos más cercanos y representantes de todas las instituciones españolas, unidos en un último adiós a un hombre que había marcado una época.
En su homilía, el obispo de Ávila subrayó la grandeza humana de Suárez, su capacidad para trascender lo político. "Fue un hombre que creyó en los sueños y que trabajó incansablemente para hacerlos realidad", dijo. "Un hombre que amó a su familia, que sirvió a su país y que nunca perdió la fe, incluso en los momentos más difíciles".
Las calles de Madrid y otras ciudades españolas se llenaron de ciudadanos que querían rendir tributo a un líder que había cambiado sus vidas, que les había devuelto la esperanza. En redes sociales, miles de personas compartieron mensajes de gratitud y recuerdos personales. "Es el hombre que nos devolvió la libertad", escribió uno. "Un héroe sin capa", comentó otro, resumiendo el sentir de una nación.
Un Legado Inmortal
Aunque Adolfo Suárez ya no está físicamente entre nosotros, su legado sigue vivo, más fuerte que nunca. Fue un hombre que soñó con una España libre y democrática, y que trabajó incansablemente para hacer realidad ese sueño. A pesar de las críticas, los errores y los desafíos, nunca perdió de vista su objetivo: construir un país reconciliado, donde todos tuvieran voz, donde la convivencia fuera el pilar fundamental.
En retrospectiva, su vida es un recordatorio de que el verdadero liderazgo no se mide por el poder que se acumula, sino por el impacto positivo que se deja en los demás, por la capacidad de transformar una sociedad para bien. Adolfo Suárez no fue perfecto, pero fue auténtico.
Y aunque la enfermedad le arrebató la memoria, nunca pudo borrar el amor que sentía por su familia ni el respeto que inspiró en millones de personas. Su figura, la de un hombre que se desvanecía en el olvido personal mientras su obra se hacía inmortal, es un testimonio conmovedor de la trascendencia de sus actos.
EPÍLOGO: EL ARQUITECTO DE UN SUEÑO: LA HUELLA IMBORRABLE
Adolfo Suárez fue, en muchos sentidos, un hombre de contrastes, una figura que desafió las etiquetas y las expectativas. Nació en el humilde Cebreros, un pequeño pueblo de Ávila, donde el horizonte se perdía entre encinas y campos de cereal, y murió como una figura histórica cuyo nombre está inscrito con letras de oro en los anales de la democracia española.
Era un hombre sencillo, con pasiones cotidianas que lo anclaban a la tierra, como cocinar sus famosas tortillas de patatas o jugar al tenis con Manolo Santana con la misma intensidad que ponía en las negociaciones de Estado. Pero, al mismo tiempo, fue un político visionario, un estratega audaz que desafió las estructuras de poder de una dictadura para construir una España libre, reconciliada y moderna. Aunque el Alzheimer, esa cruel enfermedad, borró sus recuerdos personales, su legado permanece intacto, grabado en cada esquina, en cada institución, en cada aliento de libertad de un país que él ayudó a transformar desde sus cimientos.
El Sueño de una España Reconciliada
Desde sus primeros años en Cebreros, donde la vida era dura pero los valores claros, hasta su papel como presidente del Gobierno, Adolfo Suárez siempre estuvo guiado por un sueño, una obsesión casi quijotesca: una España donde las divisiones del pasado, las heridas abiertas por la Guerra Civil y la dictadura, pudieran sanarse, y donde todos los ciudadanos, sin importar sus ideologías, sus orígenes o sus procedencias, tuvieran un lugar en la mesa común de la convivencia.
Este sueño no era solo político; era profundamente humano, arraigado en su fe y en su comprensión de la naturaleza del ser humano. Para Suárez, la reconciliación no significaba olvidar el pasado, ni mucho menos, sino aprender de él, extraer las lecciones más dolorosas, para construir un futuro mejor, un futuro de paz y concordia.
Su habilidad para tender puentes entre extremos irreconciliables fue, sin duda, una de sus mayores virtudes, una cualidad que lo hizo único en un momento histórico irrepetible. Negoció con Santiago Carrillo, el histórico líder del Partido Comunista, cuando muchos consideraban impensable incluso hablar con él, cuando el fantasma del comunismo aún aterrorizaba a amplios sectores de la sociedad.
Se reunió en secreto con militares conservadores y con figuras del franquismo más recalcitrante, convenciéndolos, con argumentos y con su carisma personal, de que el cambio era no solo necesario, sino inevitable para la supervivencia del país, para evitar un baño de sangre. Y lo hizo todo con una mezcla de pragmatismo, audacia y una empatía que dejó una huella imborrable en quienes lo rodeaban, incluso en sus adversarios.
Pero Suárez no era solo un político astuto, un negociador implacable; era un ser humano profundamente arraigado en sus valores, en su moral. Su fe católica, inculcada desde niño por su madre Herminia, le enseñó la importancia del perdón, de la compasión y de la búsqueda del bien común por encima de los intereses particulares.
Su amor por el fútbol, por la cocina y por los momentos sencillos con su familia le recordó siempre que, más allá de las grandes decisiones políticas, era un hombre de carne y hueso, con sueños simples y vulnerabilidades reales, un hombre que entendía las preocupaciones de la gente de a pie. Pero también cometió algunos errores políticos, como lo del "café para todos", en el cual al final España se ha convertido un país en aparentemente 17 "estados de taifas", cada territorio con sus propias leyes, parlamentos, y gobierno.
Un Legado más Allá de la Política: El "Adolfato" y el Reconocimiento Internacional
El legado de Adolfo Suárez no puede medirse únicamente en términos de reformas constitucionales o acuerdos políticos. Su verdadero impacto radica en cómo cambió la mentalidad de toda una nación, en cómo transformó el espíritu de un país. Antes de la Transición, España estaba atrapada en un ciclo de confrontaciones, de resentimientos históricos y de una profunda desconfianza entre sus ciudadanos.
Después de su presidencia, surgió un país dispuesto a mirar hacia el futuro con esperanza, a construir sobre el consenso y el diálogo. Ese cambio de mentalidad, esa transformación profunda, fue, en gran parte, obra de Suárez. Otra cosa sería llegar a tiempos actuales en los que hemos evolucionado a más enfrentamiento y divisiones que aparentemente no existían en los primeros años de la Transición.
Fue un hombre que comprendió, antes que muchos, que la democracia no es solo un sistema de gobierno, una serie de leyes y procedimientos, sino una forma de vida, una cultura. Una democracia que funcione requiere diálogo constante, tolerancia hacia el que piensa diferente y respeto mutuo.
Requiere líderes dispuestos a escuchar a quienes piensan distinto y a buscar soluciones conjuntas, incluso cuando el camino es arduo. En ese sentido, Suárez no solo construyó instituciones democráticas; también sembró las semillas de una cultura democrática que sigue viva hoy, a pesar de los desafíos, la corrupción, y las tensiones cada vez peores.
Su estilo de gobierno, su forma de liderar la Transición, fue tan personal y distintivo que el periodista Luis Carandell acuñó el término "Adolfato" para referirse a su periodo en el poder.
Este neologismo, que combinaba su nombre con la terminación de "califato" o "mandato", reflejaba la singularidad de su liderazgo, su capacidad para concentrar el poder y la toma de decisiones en un momento de incertidumbre, pero siempre con el objetivo de avanzar hacia la democracia. El "Adolfato" no era una dictadura, sino un periodo de gobierno personalista pero democrático, donde la figura de Suárez era el eje central de la transformación.
Suárez no solo fue reconocido en España, sino que su figura trascendió fronteras. Su audacia y su éxito en la Transición española fueron admirados en todo el mundo. Un ejemplo de este reconocimiento internacional se dio cuando el Rey de Arabia Saudí, en un encuentro con Suárez, exclamó, impresionado por su carisma y su porte: "¡Qué hombre, qué imagen!".
Esta anécdota, aunque pequeña, ilustra la fascinación que Suárez generaba, su capacidad para proyectar una imagen de liderazgo y modernidad en un escenario global. Su diplomacia, su habilidad para tejer alianzas y su compromiso con la democracia lo convirtieron en un referente para otros países que buscaban transitar de regímenes autoritarios a sistemas democráticos.
La Memoria Colectiva y la Lección Universal
Aunque el Alzheimer le robó la capacidad de recordar su propio pasado, de evocar los grandes hitos que él mismo protagonizó, Adolfo Suárez sigue vivo, y lo estará para siempre, en la memoria colectiva de España.
Su nombre aparece en los libros de historia, en los monumentos públicos que jalonan nuestras ciudades y en las conversaciones familiares donde se cuenta la historia de cómo un hombre de provincias lideró una de las transiciones políticas más exitosas del siglo XX.
El aeropuerto que lleva su nombre, Aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas, es un recordatorio diario de su contribución. Cada vez que un avión despega o aterriza, millones de personas son testigos de un homenaje silencioso pero constante a su figura.
Para las nuevas generaciones, Suárez es una figura casi mítica, un líder que trabajó incansablemente para garantizar que pudieran disfrutar de libertades que antes eran impensables, que les legó un país en paz y democracia. Para quienes vivieron la Transición, es un símbolo de esperanza y determinación, alguien que nunca perdió la fe en el potencial del ser humano para cambiar el mundo, para superar las adversidades más grandes.
La historia de Adolfo Suárez tiene una relevancia que trasciende las fronteras de España. En un mundo donde las divisiones políticas, sociales y culturales parecen profundizarse cada día, donde la polarización amenaza la convivencia, su ejemplo es más importante que nunca.
Nos recuerda que el cambio real, el progreso duradero, solo es posible cuando las personas están dispuestas a escuchar, a dialogar y a trabajar juntas por un objetivo común, dejando a un lado los intereses partidistas y las rencillas personales. Nos enseña que el liderazgo auténtico no se trata de acumular poder, de imponer la propia voluntad, sino de servir a los demás, de construir puentes y de buscar la concordia.
Además, Suárez nos muestra que la grandeza no está en ser perfecto, en no cometer errores, sino en reconocer nuestras limitaciones y seguir adelante a pesar de ellas. Cometió errores, enfrentó críticas feroces y sufrió derrotas personales y políticas, pero nunca abandonó su visión de una España mejor, más justa y más libre.
En un momento en que muchos líderes buscan la gloria personal y el aplauso fácil, Suárez eligió el camino más difícil: el de servir a su país, incluso cuando eso significaba sacrificar su propia carrera y su bienestar personal. Lo resumió en una frase muy propia de él: "Hacer realidad operativa la voluntad soberana del pueblo español".
Cuando murió, en marzo de 2014, España perdió a uno de sus líderes más emblemáticos, a un estadista de talla mundial. Pero también ganó algo invaluable: la certeza de que un hombre, con coraje, determinación y una profunda humanidad, puede cambiar el destino de un país.
Adolfo Suárez no fue solo un político; fue un soñador, un constructor de puentes y, sobre todo, un ser humano que creyó, hasta el último aliento, en el poder de los sueños y en la capacidad de un pueblo para forjar su propio destino en libertad. Su huella, imborrable, sigue siendo el cimiento de la España que hoy conocemos.
Y por último, creo que me he olvidado algo importante ( de entre muchas otras cosas que he olvidado incluir en esta breve biografía): que a Adolfo Suárez se le concedió el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia. Os dejo con su discurso:
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